Page 63 - Doña Bárbara
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            anquilostomiasis y otras calamidades más han ido dejando convertidos en escombros a las orillas de los caminos: esto
            era el pueblo cabecera del Distrito, teatro de las sangrientas contiendas entre Luzardos y Barqueros.
               Ya Santos lo había recorrido casi todo sin tropezarse con un transeúnte, cuando, por fin, vio unos hombres en el

            corredor de una pulpería, silenciosos, desocupados, pero como si esperasen algo que debiera ocurrir de un momento a
            otro. Unos hombres ventrudos, de caras macilentas, bigotes lacios y miradas mustias.
               –¿Pueden decirme dónde queda por aquí la Jefatura Civil? –les preguntó.
               Se miraron entre sí, como disgustados de que los obligasen a hablar, y, por fin, con voz quejumbrosa, uno de ellos
            comenzaba a dar la indicación pedida, cuando de la pulpería salió alguien exclamando:
               –¡Luzardo! ¡Santos Luzardo! ¿Tú por aquí, chico?
               Mas, como Santos no correspondiese a sus amistosas demostraciones, ya para abrazarlo, se detuvo frente a él y lo

            interpeló:
               –¿No me conoces?
               –Pues, francamente..
               –Recuerda, chico. Procura recordar.. ¡Mujiquita, chico! ¿No te acuerdas de Mujiquita? Condiscípulos en la
            Universidad, en el primer año de Derecho.

               No lo recordaba; pero habría sido una crueldad dejarlo con los brazos abiertos:
               –¡Cómo no, Mujiquita, sí!
               Como los hombres que estaban en el corredor de la pulpería, Mujiquita parecía pertenecer a una raza distinta de la
            que poblaba las sabanas, hombres fuertes y alegres, generalmente. En cambio, estos del pueblo llanero eran tristes,
            melancólicos, aniquilados por la leucemia palúdica. Mujiquita, especialmente, era una verdadera lástima: los bigotes, el
            cabello, las pupilas, la piel, todo parecía tenerlo empolvado con aquel polvo amarillo que alfombraba las calles del
            pueblo, todo en él daba la impresión de esos pobres árboles de orillas de caminos, que no se sabe de qué color son. No
            era desaseo propiamente; era pátina, marchitez palúdica y soflama de alcohol.

               Hasta cuando quería demostrar contento, sólo se le escapaban exclamaciones quejumbrosas:
               –¡Sí, hombre! Condiscípulo tuyo. ¡Qué tiempos aquellos, Santos! ¡Ortolán, el doctor Urbaneja!... ¡Mujiquita, chico!
            Así me llamaban ustedes y así todavía me dicen los amigos. Tú eras el alumno más aprovechado del curso. ¡Cómo no!
            Y yo no me he olvidado de ti. ¿Te acuerdas de cuando me ayudabas a estudiar las lecciones de Derecho romano,
            paseándonos por los claustros de la Universidad? Pater est quem nuptiae demonstrant. ¡Cómo se le quedan a uno

            grabadas ciertas cosas! A mí no me entraba el Derecho romano, y tú te calentabas conmigo porque no entendía... ¡Ah,
            Santos Luzardo! ¡Qué tiempos aquéllos! Me parece estar oyendo aquellas peroratas tuyas que nos dejaban a todos con
            la boca abierta. ¿Quién me iba a decir que iba a volver a verte? ¿Tu te graduaste ya, por supuesto? ¡Cómo no! Tú eras el
            mejor del curso. ¿Y qué buscas por aquí?
               –La Jefatura Civil.
               –Acabas de dejarla atrás. No te has fijado porque está cerrada. Como hoy el general no está en el pueblo –ha salido
            para uno de sus hatos–, no la he abierto. Has de saber que estás hablando con el secretario.

               –¡Ah! ¿Sí? Pues celebro haberme tropezado contigo –díjole Santos, y en seguida le explicó el fin de su viaje.
               Mujiquita se quedó un rato caviloso, y luego:
               –Has tenido suerte, chico, de no encontrar al coronel, porque con él hubieras perdido tu tiempo. Es muy amigo de
            doña Bárbara, y si es míster Danger, ya tú sabes que musiú tiene garantías en esta tierra. Pero yo te voy a arreglar la
            cosa. ¡Cómo no, Santos! Para algo hemos sido amigos. Voy a citar a doña Bárbara y a míster Danger en nombre del Jefe
            Civil, haciéndome el que no sé las cosas que median entre ellos, de modo que cuando se presenten en la Jefatura, ya no

            haya remedio, y tú puedas exponer tus quejas.

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