Page 66 - Doña Bárbara
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–¿De modo que puede usted cazar orejanos marcados con señales ajenas?
–¿Y por qué no? Yo estoy cansado de hacerlo, y usted también lo estaría si se hubiera ocupado antes de su hato. ¿No
es así, coronel?
Pero antes de que éste hubiese apoyado la afirmación de mister Danger, Luzardo dijo:
–Basta. Lo que me interesaba era que usted confesara que caza orejanos en La Barquereña.
–¿Y no es mía La Barquereña? Aquí tengo encima de mi pecho los títulos de mi propiedad. ¿Pretende usted
prohibirme que yo haga en mi posesión lo que usted puede hacer en la suya?
–Algo de eso me propongo, realmente. Coronel, tenga la bondad de exigirle al señor Danger que le muestre esos
títulos de propiedad:
–Pero, bien –replicó Ño Pernalete–. ¿Qué es lo que usted se propone, doctor Luzardo?
–Demostrar que el señor Danger está fuera de la ley, porque no posee la extensión de tierras que la Ley de Llano
señala como mínimo para tener derecho a cazar orejanos.
–¡Oh! –hizo mister Danger, a tiempo que palidecía de ira, sin hallar objeción que hacer, pues era cierto lo que
afirmaba Luzardo.
Y éste, sin darle tiempo a recobrarse de aquella sorpresa, concluyó:
–¿Ve usted cómo sí conozco mis derechos y estoy dispuesto a defenderlos? ¿Creía usted que yo venía a tratar de la
palizada de Corozalito? Ahora será usted quien tendrá que levantarla, porque no teniendo derecho a cazar orejanos, su
propiedad debe estar cercada.
–¡Pero bien! –volvió a exclamar Ño Pernalete, descargando un puñetazo sobre la mesa de despacho ante la cual
estaba sentado–. ¿Y qué papel hago yo aquí, doctor Luzardo? Porque usted habla en un tono que parece que fuera la
autoridad.
–En absoluto, coronel. Hablo en el tono de quien reclama ante la autoridad el cumplimiento de una ley. Y como ya
he expuesto el caso del señor Danger, pasemos al de la señora. Usted decidirá luego lo que a bien tenga.
Entretanto, doña Bárbara, sin mezclarse en la querella, había demostrado un interés creciente a medida que Santos
hablaba. Ya bien impresionada –y muy a pesar suyo– desde que lo vio aparecer en la puerta de la Jefatura, acabó de
hacérselo simpático la habilidad con que él le había arrancado al extranjero despreciativo la confesión que necesitaba.
En parte, por la astucia misma, que era lo que más podía admirar en alguien doña Bárbara; en parte, porque se trataba de
mister Danger, y nada podía serle más grato que la derrota de aquel hombre, el único que podía jactarse de haberla
despreciado y el único también que hasta allí le había impuesto su voluntad, valido del secreto que de ella poseía, y,
finalmente, porque se trataba de un extranjero, y doña Bárbara los odiaba de todo corazón.
Pero las últimas palabras de Santos hicieron desaparecer de su rostro la expresión de complacencia, y aquél volvió a
convertirse para ella en el enemigo de guerra jurada.
–Se trata de que la señora –prosiguió Santos– se niega a darme trabajo en sus sabanas. Trabajo que necesito
urgentemente, y que la Ley de Llano la obliga a darme.
–Es cierto lo que dice el doctor –manifestó doña Bárbara–. Se lo he negado y se lo niego otra vez.
–¡Más claro no canta un gallo! –exclamó el Jefe Civil.
–Pero la ley también es clara y terminante –replicó Luzardo–. Y pido que la señora se atenga a ella.
–A ella me atengo, sí, señor.
Sonriendo de la picardía ya concertada entre ambos, Ño Pernalete se dirigió al secretario, que hasta allí había estado
como si sólo atendiera a lo que escribía en uno de los libros que estaban sobre su mesa.
–A ver, Mujiquita. Tráigame acá la Ley de Llano vigente.
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