Page 68 - Doña Bárbara
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–¡Ah, coronel bien competente! ¿Quiere ir a echarse un trago conmigo?
–Dentro de un rato. Yo pasaré más tarde por la posada a buscarlo, porque supongo que usted no se va a ir ahora
mismo.
–Convenido. Allá lo espero. ¿Y tú, Mujiquita, quieres acompañarme?
–Gracias, míster Danger.
–¡Oh! ¡Esta cosa sí que es rara! ¡Mujiquita no quiere beber hoy! Bueno. Hasta más luego, como dicen ustedes. Hasta
más lueguito, doña Bárbara. ¡Ja, ja! Doña Bárbara se ha quedado muy pensativa esta vez.
En efecto, ceñuda y pensativa, con la mano extendida sobre la Ley de Llano, que Ño Pernalete acababa de consultar
representando la farsa concertada entre ambos para burlarse de las pretensiones de Luzardo sobre la «Ley de doña
Bárbara», como por allí se la llamaba, porque a fuerza de dinero había obtenido que se la elaborasen a la medida de sus
desmanes, la mujerona se había quedado rumiando el encono que le habían producido las palabras de Santos Luzardo.
Por primera vez había oído amenaza semejante, y lo que más le encrespaba la cólera era que fuere precisamente
aquella ley suya, pagada con su dinero, lo que la obligase a otorgar cuando se había propuesto negar. Estrujó
rabiosamente la hoja del folleto, murmurando:
–¡Que este papel, este pedazo de papel que yo puedo arrugar y volver trizas, tenga fuerza para obligarme a hacer lo
que no me da la gana!
Pero estas rabiosas palabras, además de encono, expresaban también otra cosa: un acontecimiento insólito, un
respeto que doña Bárbara nunca había sentido.
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Varios días había estado Carmelito poniéndole un veladero a la Catira, del hatajo del Cabos Negros, No había en
Altamira padrote más rijoso que este bayo salvaje, y por eso era tan célebre y tenía nombre propio: no podía ver yegua
bonita en hatajo ajeno sin que tratara de robársela, ni para impedírselo les era fácil a los demás sementales resistir la
carga impetuosa de sus coces y dentelladas. Por otra parte, los hombres no habían encontrado todavía manera de
capturarlo. Varias carreras le habían dado; mas por bien disimulados que estuvieran entre el monte los corrales falsos,
siempre los descubría y escapaba a tiempo.
La Catira, blanca y esbelta como una garza, era la potranca más hermosa de su yeguada; pero llegó el tiempo en
que, vedada la hija para el amor del caballo salvaje, debía de ser expulsada del hatajo. El Cabos Negros le amusgó las
orejas, le mostró los dientes, haciéndola entender que de allí en adelante no podían continuar juntos, y ella se quedó
plantada en medio de la sabana, viendo alejarse la familia de la cual ya no formaba parte, juntos los delgados remos,
temblorosos los rosados belfos, tristes los ojos claros.
Vagó sola, desganada y lenta, por los acostumbrados sitios, y de regreso al hato, Carmelito la divisó a distancia
contemplando la dorada polvareda que allá en el horizonte levantaba el alegre retozo del perdido hatajo.
A la mañana siguiente fue Carmelito a apostar en el bebedero, encaramado y oculto entre las ramas de un jobo,
apercibido el lazo; pero la potranca era tan bellaca como el padre y fue necesario velarla por espacio de una semana.
Al fin cayó en el engaño. Al marotearla, Carmelito la consoló diciéndole:
–No te pesará. Catira. Estate quieta.
Como viese el hermoso animal que el peón traía arrebiatado, Marisela exclamó:
–¡Qué bestia tan bonita! ¡Quién tuviera una así!
–Te la compro, Carmelito –propúsole Santos.
Pero el peón huraño le respondió secamente:
–No está de venta, doctor.
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