Page 67 - Doña Bárbara
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Cogió el folleto de las manos de Mujiquita, arrebatándoselo casi, lo abrió, pasó unas hojas mojándose de saliva el
índice y finamiento exclamó:
–¡Anjá! ¡Aquí está! Vamos a ver qué dice la ley soberana. Pues, sí, señora. El doctor tiene razón: la ley es
terminante. Escuche cómo dice: «Todo dueño de hato o fundación está obligado a...»
–Sí –interrumpió doña Bárbara–. Me sé de memoria el artículo ese.
–Entonces –rearguyó Ño Pernalete, farsa adelante.
–¿Entonces, qué?
–Que debe atenerse a la ley.
–A ella me atengo, ya lo he dicho. Me niego a darle al doctor el trabajo que me pide. Impóngame usted el castigo
que señale la ley.
–¿El castigo? Vamos a ver qué dice la ley soberana. Pero Luzardo lo interrumpió, diciendo, a tiempo que se ponía
de pie:
–No se moleste, coronel. No lo encontrará. La ley no establece para este caso penas de multas ni arrestos, que son
las únicas que puede imponer la autoridad civil de que está investido usted.
–¿Y entonces? Le pregunto yo ahora a usted: ¿qué pretende que yo haga si la ley no me autoriza?
–Ya no pretendo nada. En un principio sí pretendí: que usted hiciera comprender a la señora que, aunque la ley no
determine penas de multas o arrestos, ella obliga de por sí. Obliga a su cumplimiento, pura y simplemente. Y si la
señora, por no entenderlo así, no se aviene a lo que exijo, dentro del término de ocho días la demandaré por ante un
tribunal. Como demandaré también al señor Danger por lo que le corresponde. Y basta de explicaciones.
Dicho esto, abandonó la Jefatura.
Hubo un momento de silencio, durante el cual Mujiquita se dijo mentalmente:
–¡Ah, Santos Luzardo! El mismo de siempre.
De pronto estalló el Jefe Civil:
–¡Esto no se queda así! Alguno va a pagar la altanería del doctorcito ese. ¡Venir a hablarme a mí de leyes!
Especialmente, de leyes que obligasen por sí solas, sin necesidad de la manu militari, que era lo que él solía meter
cuando de leyes se tratase. No podía perdonarle a Luzardo que le hubiera hablado como lo hizo; pero como además de
celos de autoridad, a la manera como la entiende el bárbaro, o mejor dicho, a causa de esos mismos celos, Ño Pernalete
teníale cierta ojeriza a la dueña de El Miedo por el tratamiento de potencia a potencia que se veía obligado a darle, en
seguida reaccionó contra ella, y así que se hubo convencido de que ya Mujiquita –para quien fueron dichas sus
anteriores palabras– no tenía más sangre que pudiera afluirle al rostro, agregó, cambiando de tono:
–Ahora. Le digo una cosa, doña Bárbara. Y a usted también, míster Danger. Eso que ha dicho el doctorcito es la
pura verdad: las leyes tienen que cumplirse porque sí, pues, si no, no serían leyes, que quiere decir mandatos, órdenes
del Gobierno de hacer o no hacer tal o cual cosa. Y como parece que ese doctorcito sabe dónde la aprieta el zapato, yo
les aconsejo a ustedes que se transen con él. De modo que, eche su cerca, míster Danger, porque usted, verdaderamente,
no está en ley. Aunque no sea sino para llenar la fórmula. Después, un palo que se cae hoy y otro mañana, y el ganado,
que para pasar al Lambedero no necesita boquetes muy grandes, ¿quién va a fijarse en eso? Vuelve usted a parar los
palos, si el vecino reclama, y ellos se volverán a caer, porque esa tierra suya como que no es muy firme. ¿Verdad?
Y descargando su manaza en los hombros del Jefe Civil, con la familiaridad a que le daba derecho la bribonada que
acababa de oír, agregó:
–¡Este coronel tiene más vueltas que un cacho! Por allá tengo dos vacas lecheras muy buenas. Un día de éstos voy a
mandárselas.
–Serán bien recibidas, míster Danger.
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