Page 71 - Doña Bárbara
P. 71
D Do oñ ña a B Bá ár rb ba ar ra a: :: : I II I. . L Lo os s a am ma an ns sa ad do or re es s R Ró óm mu ul lo o G Ga al ll le eg go os s
Lo mismo que la Catira, que después de unos corcovos cogía el paso por sí sola.
Pero Carmelito terminó primero. Con la potranca del diestro se le presentó una tarde a Santos, diciéndole:
–Me voy a permitir una licencia, doctor. Como aquí no hay bestia fina que pueda montar la señorita Marisela, le he
amansado la Catira para su silla. Aquí la tiene, si quiere probarla usted mismo antes de que ella la monte. Por eso no se
la traigo aperada; pero por ahí le tengo también el galápago y su apero completo.
Por el momento, Santos no vio en esto sino una manifestación del carácter de Carmelito, quien, en vez de haberle
respondido, cuando le propuso comprarle la potranca, que no se la vendía porque pensaba regalársela para Marisela, le
dio aquella respuesta brusca. Pero después pensó que el haber escogido Carmelito la persona de Marisela para hacerle a
él una demostración de simpatía, en desagravio por la actitud reservada con que lo había acogido, podía significar
también que tal vez allá entre los peones se le juzgaba enamorado de la prima, y aunque esto nada agregaba a los
sentimientos, completamente desinteresados, que ella le inspiraba, no le agradó que pudieran ser interpretados de aquel
modo.
Llamó a Marisela para que fuese ella misma quien le diera las gracias.
–¡Qué bueno! –exclamó, palmeteando de alegría–. ¡Conque era para mí! ¿Y por qué no me lo había dicho antes,
Carmelito? Me ha tenido usted envidiándole esa bestia todos estos días. Ensíllela para dar un paseo.
Y en seguida:
–La cosa es que papá está hoy de mírame y no me toques y que no querrá acompañarme.
–Por eso no –díjole Santos–. Puedo acompañarte yo.
Y Carmelito:
–Permítame que yo también vaya, doctor. Quiero ver cómo se desempeña la Catira con la señorita. Porque una cosa
son las bestias con uno, y otra con las mujeres.
La razón era aceptable; pero no la que verdaderamente movía a Carmelito.
Por el camino, dándole conversación. Santos se empeñó en que acabara de franqueársele. Antonio Sandoval no se
cansaba de recomendarle aquel hombre, y a él le inspiraba confianza; pero durante largo rato sólo logró arrancarle
respuestas breves y secas. Por fin, a una pregunta de Santos se resolvió a la confidencia que hacía días quería hacerle:
–Yo no nací peón, doctor Luzardo. Mi familia era una de las mejores del pueblo de Achaguas, y en San Fernando y
en Caracas mismo tengo muchos parientes que quizás conozca usted –y citó varios, gente de calidad, en efecto–. Mi
padre, sin ser rico, tenía de qué vivir. El hato del Ave María era suyo. Un día –tendría yo unos quince años, cuando
más– asaltaron el hato una pandilla de cuatreros, de las muchas que, por entradas y salidas de aguas, andaban por todo
este llano arrasando con lo ajeno. Venían buscando caballos; pero mi viejo los divisó a tiempo y me dijo: «Carmelito:
Hay que sacar de carrera esos cuarenta mostrencos que están en la corraleja y esconderlos en el monte. Llévese los
peones que están por ahí y no regresen hasta que yo no les mande aviso.» Sacamos las bestias, después de haberles
amarrado a las colas unas ramas, para que ellas mismas fueran borrando sus huellas, y nos internamos en el monte, tres
peones y yo. Pastoreando el bestiaje durante el día y velando en la noche, con el agua a la coraza de la silla muchas
veces –porque aquel año fue bravo el invierno, y casi todos los montes estaban anegados–, estuvimos durante más de
una semana pasando hambre. Nos pegó la calentura, y las picadas de los buyones nos pusieron que no nos conocíamos
unos a otros, de puro hinchadas que teníamos las caras, y ya las bestias estaban flacas y cubiertas de mataduras, porque
las mordió el vampiro y les cayó el gusano, cuando en vista de que el viejo no me mandaba aviso de que podíamos
regresar, resolví ir hasta la casa, yo solo, a ver qué estaba pasando allá. ¿Pasando? Ya todo había pasado hacía días. Un
zamurada voló de la casa cuando yo pisé el corredor. Los esqueletos, solamente, era lo que quedaba de mi padre y mi
madre, y en un rincón Rafaelito, ese hermano de quien le dije el otro día que lo he mandado a llamar para que se venga
a trabajar con usted. Entonces estaba gateando, de meses no más de nacido. Muriéndose de hambre, lo recogí del suelo.
71