Page 75 - Doña Bárbara
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               –No seas pajuato, Juan Primito –replicó enrojeciendo de nuevo.
               Pero era otro rubor el que ahora le reventaba en las mejillas y le aterciopelaba los hermosos ojos.
               –¡Hum! –hizo el bobo con entonación maliciosa–. No me lo niegues, que lo sé toitico.

               Marisela iba a protestar para que la agradable broma siguiera; pero Juan Primito agregó:
               –Me lo contó un pajarito que va siempre por allá.
               Y a ella se le ocurrió replicar:
               –¿Un rebullón?
               Y la palabra maquinalmente pronunciada trajo consigo pensamientos graves. Enseriándose de pronto, interrogó:
               –¿Están alborotados los rebullones por allá?
               Allá era el término que solía emplear cuando necesitaba referirse a la madre, a quien nunca nombraba.

               –¡No me digas, chica! –repuso Juan Primito–. Si en El Miedo ya no se puede vivir... Ese alboroto que forman esos
            bichos, revoloteando todo el santo día por encima de los caneyes. ¡Ave María Purísima! Ya estoy aborrecido de tanto
            bregar con esos pájaros del infierno. De buena gana me vendría yo para acá, para estar a la vera tuya; pero no puedo,
            chica. Yo tengo que estar allá, pendiente de los rebullones, para ponerles la bebida a tiempo, porque si no... ¡Ah,
            caramba! Tú no sabes lo que son los rebullones. Esos bichos son muy malucos, niña de mis ojos. Malos de verdad.

               –¿Y en estos días, qué les has puesto para que beban? –inquirió Marisela, con acento intencionado por la
            preocupación que acababa de asaltarla.
               –Sangre, chica –respondió, muy sonreído–. Esos rebullones tienen unas cosas, ¡chica! Miren que y que gustarles
            beber sangre, que debe ser tan maluca, ¿verdad, chica? En denante mismo les llené las perolitas, antes de salir para acá.
            Ya a estas horas deben de estar jartos.
               Y en seguida:
               –Antes de que se me olvide. ¿Por dónde anda el dotol Luzardo? Traigo un recado de la señora para él.
               Y esto, dicho a continuación de aquello, ardid socorrido de Juan Primito para advertir a quien le llevase algún

            recado de doña Bárbara de las intenciones que a ella le atribuyera, hizo estremecerse a Marisela.
               –¿Hasta cuándo vas a estar en ese oficio, idiota? –lo interpeló colérica–. Vas a condenarte por estar trayendo y
            llevando. ¡Sal de aquí inmediatamente!
               Pero en esto intervino Santos Luzardo, que hacía rato estaba por allí, atento a la conversación del bobo con la
            muchacha.

               –Déjalo, Marisela. Diga, Juan Primito, ¿qué recado es ese que me trae?
               Se volvió con fingida sorpresa –ya sospechaba que fuera Luzardo aquel que estaba observándolo desde el corredor–,
            y a tiempo que la emprendía a uñazos con la maraña de la barba, despachó su comisión con las mismas palabras de doña
            Bárbara.
               –Dígale que en Mata Oscura, mañana al amanecer estaré con mi gente –repuso Luzardo, y en seguida penetró en la
            casa.
               Marisela esperó a que no pudiese oírla para decirle a Juan Primito lo que tenía menester, y éste, viendo la

            consternación en que ella había quedado, Se adelantó, tranquilizador:
               –No te asustes, chica. Ya esos rebullones no hacen nada. A estas horas deben estar jartos de sangre.
               Pero ella, agarrándolo por los brazos y sacudiéndolo con furia:
               –Oye lo que te voy a decir: como vuelvas a venir por aquí con recados de allá, te voy a echar los perros.
               –¿A mí, niña de mis ojos? –exclamó él entre aterrorizado y resentido.
               –Sí, a ti. Y ahora quítateme de por delante. ¡Anda, vete ya de por todo esto!




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