Page 77 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I IV V. .   E El l   r ro od de eo o                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
            marcado el hierro de El Miedo, procedimiento predilecto de doña Bárbara para robarse las reses ajenas, al amparo de la
            complicidad de los mayordomos de las fincas descuidadas por sus dueños.
               Pero la astucia de Antonio se adelantó a la bellaquería de la mujerona. Viendo el gran número de vaqueros que con

            ella estaban, díjole a Santos:
               –Ha traído tanta gente para que usted se confíe y se abra con un levante en grande, y luego ellos espantar el ganado,
            picando para afuera, como ya lo han hecho otras veces.
               Y a la insinuación de Antonio, una vez más, Santos se trazó rápidamente su plan.
               Saludó a la vecina descubriéndose, pero sin acercársele. Ella avanzó a tenderle la mano con una sonrisa alevosa, y él
            hizo un gesto de extrañeza; era casi otra mujer, distinta de aquella de desagradable aspecto hombruno, que días antes
            había visto por primera vez en la Jefatura Civil.

               Brillantes los ojos turbadores de hembra sensual; recogidos, como para besar, los carnosos labios con un enigmático
            pliegue en las comisuras; la tez cálida; endrino y lacio el cabello abundante. Llevaba un pañuelo azul de aeda, anudado
            al cuello con las puntas sobre el descote de la blusa; usaba una falda amazona, y hasta el sombrero «pelodeguama»,
            típico del llanero, única prenda masculina en su atavío, llevábalo con cierta gracia femenil. Finalmente, montaba a
            mujeriegas, cosa que no acostumbraba en el trabajo, y todo eso hacia olvidar a la famosa marimacho.

               No podía escapársele a Santos que la femineidad que ahora ostentaba tenía por objeto producirle una impresión
            agradable; mas, por muy prevenido que estuviese, no pudo menos que admirarla.
               Por su parte, al mirarlo a los ojos, a ella también se le borró de pronto la sonrisa alevosa que traía en el rostro, y
            sintió, una vez más, pero ahora con toda la fuerza de las intuiciones propias de los espíritus fatalistas, que desde aquel
            momento su vida tomaba un rumbo imprevisto. Se le olvidaron las actitudes zalameras que llevaba estudiadas, se le
            atropellaron y dispersaron por el tenebroso corazón los propósitos inspirados en la pasión fundamental de su vida –el
            odio al varón–; pero sólo se dio cuenta de que sus sentimientos habituales la abandonaban de pronto. ¿Cuáles los
            reemplazaron? Era cosa que por el momento no podía discernir.

               Cambiaron algunas palabras. Santos Luzardo parecía esmerarse en ser cortés, como si hablara en un salón con una
            dama de respeto, y ella, al oír aquellas palabras correctas, pero al mismo tiempo secas, casi no se daba cuenta de lo que
            respondía. La subyugaba aquel insólito aspecto varonil, aquella mezcla de dignidad y de delicadeza que nunca había
            encontrado en los hombres que la trataran, aquella impresión de fortaleza y de dominio de sí mismo que trascendía del
            fuego reposado de las miradas del joven, de sus ademanes justos, de sus palabras netamente pronunciadas, y aunque él

            apenas le dirigía las imprescindibles, relativas al trabajo, a ella le parecía que se complaciera en hablarle, sólo por el
            gusto que encontraba en oírlo.
               Entretanto, Balbino Paiba no les quitaba la vista y disimulaba su contrariedad haciendo burlas de Luzardo que
            hacían sonreír a los peones de El Miedo, mientras, más allá, los de Altamira se cambiaban sus impresiones acerca de
            todo aquello.
               Luego, Santos comenzó a dar las órdenes relativas al trabajo; pero Balbino, en cuya cabeza ninguna idea perversa
            podía estarse quieta, se precipitó a interrumpirlo:

               –Somos treinta y tres hombres, y se puede hacer un buen levante picando bien abierto.
               Satisfecho de su perspicacia, Antonio cruzó una mirada con Santos, y éste replicó:
               –No hay necesidad de eso. Además, vamos a trabajar por grupos proporcionales: un vaquero de los míos para tres de
            ustedes, ya que nos llevan triplicados en número.
               –¿Y ese entreveramiento, para qué? –objetó Balbino–. Aquí siempre se ha trabajado por separado, cada hato por su
            hierro.

               –Sí. Pero hoy se trabajará de otro modo.

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