Page 80 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I IV V. .   E El l   r ro od de eo o                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               –¡Jilloo! ¡Jilloo! –Sujeta por ahí, ¡oh! –¡Apretá! ¡Apretá!
               Santos Luzardo contemplaba el animado espectáculo con mirada enardecida por las tufaradas de los recuerdos de la
            niñez, cuando al lado del padre compartía con los peones los peligros del levante. Sus nervios, que ya habían olvidado

            la bárbara emoción, volvían a experimentarla, vibrando acordes con el estremecimiento de coraje con que hombres y
            bestias sacudían la llanura, y ésta le parecía más ancha, más imponente y hermosa que nunca, porque dentro de sus
            dilatados términos iba el hombre dominando la bestia y había sitio de sobra para muchos.
               Ya estaba parado el rodeo. Eran centenares las reses congregadas. La faena había sido recia, los caballos jadeaban
            bañados en sudor, cubiertos de espuma, ensangrentados los ijares y muchos habían sido heridos por las cornadas de los
            toros; pero aún no se había concluido, pues eran muchas las reses bravas y estaban inquietas, correteando por las orillas
            de la madrina o abriéndose paso entre ella con furiosas arremetidas, venteando la sabana libre, ganosas de barajustarse,

            sin darle tregua a los sujetadores. Un clamoreo ensordecedor llenaba el ámbito de la llanura: los mugidos de las vacas
            que llamaban a sus becerros extraviados, y los balidos lastimeros de ellos, buscándolas por entre la barahúnda; los
            bramidos de los padrotes que habían perdido el gobierno de sus rebaños, y el cabildeo con que éstos les contestaban; el
            entrechocar de los cuernos, los crujidos de los recios costillares, la gritería de los vaqueros enronquecidos.
               Ya parecía que el ganado empezaba a darse. Comenzaban a reconocerse los padrotes de los distintos rebaños, y a

            medida que éstos se iban congregando en torno a aquellos, se arremansaban los torbellinos de bravura y disminuía el
            cabildeo, dejando oír el canto apaciguador de los sostenedores. Ya éstos se habían acomodado en sus puestos, formando
            un gran círculo en torno al rodeo, mientras aquellos vaqueros que traían los caballos heridos se encaminaban a una mata
            cercana a cambiarlos por sus remontas, y ya Antonio iba a dar la orden de sacar los toros madrineros para proceder al
            aparte, cuando, de pronto, un descuido de uno de los sostenedores, que se había apeado para apretarle la cincha a la
            bestia, a tiempo que un, toro se abría paso en el centro de la madrina con una arremetida impetuosa, precipitó la
            avalancha del barajuste.
               –¡Apretá! –gritaron a una sola voz todos los que se dieron cuenta del peligro, y muchos vaqueros acudieron en tropel

            a contener la dispersión inminente.
               Pero ya era tarde. Con un empuje formidable, el ganado se había precipitado por la brecha en pos del toro que la
            abriera, y se disgregaron en juntas por la cabeza.
               –¡Maldita bruja! –exclamaron los peones de Altamira, atribuyendo el suceso a maleficios de doña Bárbara. Pero a
            Antonio no se le escapó que el aparente descuido del sostenedor –que era el Mondragón, apodado Onza– había sido

            acto deliberado.
               En efecto, como advirtiese el Onza, que eran muchas las vacas altamireñas cuyos becerros mamantones ostentaban
            ya el hierro fraudulento de El Miedo, se valió del pretexto de apretarle la cincha a su caballo en el preciso momento en
            que el toro, abriéndose paso por entre la madrina, amenazaba llevársela en pos de sí.
               Cara le resultó la adhesión a doña Bárbara, pues el barajuste lo arrolló con caballo y todo, y cuando se disipó la
            polvareda levantada por las pezuñas, los que acudieron al sitio donde él había caído, sólo encontraron una masa inerte,
            cubierta de sangre y tierra.

               Entretanto, Santos Luzardo, arrebatado por el instinto llanero, le había dado rienda suelta a su caballo, sumándose al
            tropel de los vaqueros.
               Alguien le gritó:
               –Por aquella punta de mata va a reventar la hacienda, y alante viene un toro de cuidado.
               Era Pajarote, que corría a reunírsele.
               Hacia él acudían también Antonio y Carmelito y dos vaqueros de El Miedo. Todos traían la soga en la diestra

            preparados para enlazar al toro que había sido el causante del desbarajuste.

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