Page 83 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V V. .   L La as s   m mu ud da an nz za as s   d de e   d do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               –¡Hum! No te creas –replico Juan Primito–. La señora le dejó allá sus ojos la mañana del rodeo en Mata Oscura, y
            él, por más que se resista, tiene que venir a traérselos.
               Todo esto era lo que se les podía ocurrir a los peones de la mujerona, sin mengua del respeto que les inspiraba y de

            la lealtad con que le servían, para explicarse las mudanzas operadas en ella.
               Ella misma tampoco podría explicárselas, pues todo venía siendo obra de unos sentimientos nuevos en su vida,
            sobre los cuales aún no tenía dominio.
               Por primera vez se había sentido mujer en presencia de un hombre. Había ido al rodeo de Mata Oscura dispuesta a
            envolver a Santos Luzardo en la malla fatal de sus seducciones a fin de que se repitiese en él la historia de Lorenzo
            Barquero: mas, aunque creía que sólo la animaban la codicia y el implacable odio al varón, llevaba también, en la
            vehemencia del alma atormentada por ese sentimiento y en los apetitos de su naturaleza, hecha para el amor, el ansia

            insaciada de una verdadera pasión. Hasta allí todos sus amantes, victimas de su codicia o instrumentos de su crueldad,
            habían sido suyos como las bestias que llevaban la marca de su hierro; pero al verse desairada una y otra vez por aquel
            hombre que ni la temía ni la deseaba, sintió –como la misma fuerza avasalladora de los ímpetus que siempre la habían
            lanzado al aniquilamiento del varón aborrecido– que quería pertenecerle, aunque tuviera que ser como le pertenecían a
            él las reses que llevaban grabado a fuego en los costillares el hierro altamireño.

               Al principio fue una tumultuosa necesidad de agitación, mas no de aquélla, atormentada y sombría, que antes la
            impulsaba a ejercitar sus instintos rapaces, sino un ansia ardiente de gozar de sí misma con aquella región desconocida
            de su alma, que, inesperadamente, la había mostrado su faz. Los días enteros se los pasaba correteando por las sabanas,
            sin objeto ni rumbo, sólo por gastar el exceso de energías que desarrollaba su sensualidad enardecida por el deseo de
            amor verdadero en la crisis de los cuarenta, ebria de sol, viento libre y espacio abierto.
               Al mismo tiempo, sin ser todavía, ni con mucho, la bondad, la alegría la impulsaba a actos generosos. Una vez
            repartió entre sus peones dinero a puñados, para que lo gastaran en divertirse. Ellos se quedaron viendo las monedas que
            llenaban sus manos, les clavaron el colmillo, las hicieron sonar contra una piedra y todavía no se convencieron de que

            fuese plata de ley. Con lo avara que era doña Bárbara, ¿quién iba a creer en su largueza?
               Preparó un verdadero festín para agasajar a Santos Luzardo cuando éste concurriere al turno de vaquería en El
            Miedo. Quería abrumarlo a obsequios, echar la casa por la ventana, para que él y sus vaqueros saliesen de allí contentos
            y se acabara de una vez aquella enemistad que separaba a dueños y peones de los dos hatos.
               La trastornaba la idea de llegar a ser amada por aquel hombre, que no tenía nada de común con los que había

            conocido: ni la sensualidad repugnante que desde el primer momento vio en las miradas de Lorenzo Barquero, ni la
            masculinidad brutal de los otros, y al hacer esta comparación, se avergonzaba de haberse brutalizado a sí misma en
            brazos de amantes torpes y groseros, cuando en el mundo había otros como aquél, que no podían ser perturbados con la
            primera sonrisa que se les dirigiera.
               Por un momento se le ocurrió valerse de sus «poderes» de hechicería, conjurar los espíritus maléficos, obedientes a
            la voluntad del dañero, pedirle al «Socio» que le trajera al hombre esquivo; pero inmediatamente rechazó la idea con
            una repugnancia inexplicable. La mujer que había aparecido en ella la mañana de Mata Oscura quería obtenerlo todo

            por artes de mujer.
               Pero como Santos Luzardo no aparecía por allá, ella andaba cavilosa, aunque siempre adornada y compuesta,
            paseándose por los corredores de la casa, con la vista fija en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho, o se le iban
            las horas junto al palenque, la mirada en el horizonte hacia los lados de Altamira, o se salía a vagar por la sabana. Pero
            ya el caballo no regresaba como antes, cubierto de espuma y ensangrentados los ijares. Todo había sido un asosegado
            errar pensativa.




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