Page 81 - Doña Bárbara
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               Santos se dio cuenta de que se le había olvidado aquella precaución y rápidamente desarmó los tientos que sujetaban
            el rollo de la suya al arzón de su montura, y abrió el lazo, buscando el claro de la punta de mata que indicara Pajarote.
               Inmediatamente comenzó a desembocar por allí el tropel de la hacienda. A los gritos de los vaqueros, rumbeó hacia

            arriba, buscando el vado de un caño que cortaba la sabana: pero del tumulto de reses se desprendió ofreciendo pelea un
            toro grande y bien armado.
               –Ése es el melao frontino que hace dos años nos está dando brega –advirtió Pajarote–. Pero esta vez no se nos
            escapará.
               El animal se detuvo un instante, correteó luego de aquí para allá, con el cuello engrillado y la mirada zigzagueando
            sobre los hombres que lo acosaban por distintos puntos, y al cabo se disparó a lo largo de la orilla del monte que venía
            costeando Luzardo.

               –Ábrale el lazo ligero, que ya lo tiene encima –gritó Pajarote.
               A tiempo que Carmelito y Antonio, viéndole en peligro entre la mata y el toro, le aconsejaban, mientras corrían en
            su auxilio:
               –Despéguese de la costa de monte, que el bicho lo va acosando.
               –Sáquele el caballo de una vez.

               Santos Luzardo no oía las advertencias; pero tampoco las necesitaba: no se le habían olvidado del todo las
            habilidades de los quince años. Con una rápida maniobra de jineta experimentado hurtó el encontronazo, cortándole el
            terreno al toro, y lanzó la soga por encima del anca del caballo. El orejano se la llevó entre los cuernos, y Pajarote
            exclamó entusiasmado:
               –¡Y de media cabeza, por si hay exigentes por aquí!
               En seguida, Santos paró en seco el caballo para que templara; pero se trataba de un toro de gran poder, que
            necesitaba más de una soga para ser derribado, y cuando ésta se tensó, vibrante, al formidable envío del orejano, la
            bestia brutalmente tirada de la cola, se sentó sobre los corvejones, lanzando un gemido estrangulado, y ya el toro se

            revolvía contra ella, cuando Antonio, Carmelito y Pajarote lanzaron sus lazos a un mismo tiempo, y un triple grito al
            verlos caer sobre los cuernos:
               –¡Lo vestimos!
               Templaron los caballos, cimbraron las sogas, y el orejano se aspeó sobre la tierra, levantando una polvareda.
               Apenas había caído, y ya tenía encima a los peones.

               –Guayuquéalo tú, Pajarote –ordenó Antonio–, que yo lo mancorno, mientras Carmelito lo barrea.
               Y Luzardo, acordándose de sus tiempos:
               –Naricéenlo y cápenlo ahí mismo.
               Pajarote se apoderó del rabo del toro, se lo pasó por entre las patas traseras, y tirando de él con todas sus fuerzas, se
            le sentó en los costillares, mientras Antonio lo mancornaba contra el suelo. Inutilizado así el orejano, antes de que
            hubiese tenido tiempo de reponerse del aturdimiento de la caída, Carmelito le ataladró la nariz, le pasó por la herida el
            cabo de la soga nariceadora, lo castró de un tajo rápido y sabio, y le marcó las orejas con las señales de Altamira.

               –Ya éste no nos dará más guerra –dijo, al concluir la operación–. Por ahora, peguémosle a la pata de un palo.
               –Es que este bigarro es luzardero consecuente y no quería que le fueran a poner otro hierro que el que llevó su mae –
            agregó Pajarote–. Estaba esperando que el amo viniera para entregársele en sus manos. Por eso no lo pudimos
            enguaralar la vaquería pasada.
               –Y lo enguaralaron con lujo –concluyó Carmelito–. Si así enlazan los desacostumbrados, ¿qué nos dejarán para
            nosotros?

               Y Antonio Sandoval, complacido en la proeza del amo:

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