Page 76 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I IV V. .   E El l   r ro od de eo o                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
               Y Juan Primito regresó a El Miedo con la tristeza de que lo hubiese despedido así la niña de sus ojos, cuando él
            había ido tan contento sólo porque volvería a verla. Además, ¿no era un bien lo que había hecho, diciendo aquello de la
            sangre para que Luzardo supiera a qué atenerse?

               Pero cuando llegó a El Miedo, ya se le había disipado el resentimiento, y después de repetirle a doña Bárbara las
            palabras de Santos Luzardo, rompió a hablar de Marisela:
               –¡Si usted la viera, doña! No la conocería. ¡Ah, muchacha para haberse puesto buenamoza de verdad! ¡Esos ojotes
            tan requetelindos! Más bonitos que los de usté, doña. Y aseadita que da gusto verla. Bien vestida que la tiene el dotol,
            desde zapatos parriba. ¡Sabroso que debe de ser para un hombre –¿ah, doña?– tener a la vera suya una mujer tan bonita
            como está esa muchacha!
               Nada que se refiriera a Marisela le había interesado nunca a doña Bárbara, pues respecto a ella, ni siquiera había

            experimentado el amoroso instinto de la bestia madre por el hijo mamantón; pero de donde no existían sentimientos
            maternales, las palabras de Juan Primito hicieron saltar de pronto impetuosos celos de mujer.
               –Bueno. Eso no me interesa –díjole al mandadero impertinente–. Puedes retirarte.
               Pero Juan Primito, si se hubiese fijado un poco, habría descubierto en seguida qué sed tenían entonces los
            rebullones.


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               Aquella noche se comentó mucho el caso entre los peones de Altamira. Era la primera vez que se tenían noticias de

            que doña Bárbara diese su brazo a torcer, y a la madrugada siguiente, cuando ya aquéllos estaban ensillando, Antonio
            les recomendó:
               –No sería malo que llevaran sus revólveres los que los tengan, porque bien puede ser que no sea con ganado
            solamente que tengamos hoy que bregar.
               A lo que replicó Pajarote:

               –Yo, revólver no llevo porque el mío lo tengo empeñado; pero, a la casualidad, aquí estoy metiendo bajo la coraza
            este cabito de lanza. No es muy largote, pero la vaina del hierro mide una cuarta corridita, y lo demás lo pone la estirada
            del brazo.
               Y con esta disposición de ánimos partieron antes de clarear el día, rumbo a Mata Oscura, con Santos Luzardo a la
            cabeza.
               Eran apenas los cinco peones fieles que a su llegada encontrara Luzardo y tres sabaneros más, que, a mucho instar,
            había logrado conseguir Antonio, pues toda la gente de trabajo que por allí podía encontrarse había sido contratada por
            doña Bárbara a fin de que no fuesen a engrosar la peonada de Altamira; pero todos eran gente muy llanera, bien

            montada y dispuesta a multiplicarse en obsequio de aquel que había venido a enfrentársele a la cacica del Arauca.
               La sabana dormía aún, negra y silenciosa bajo el chisporroteo de las constelaciones, y a medida que la cabalgata se
            alejaba de las casas, la marcha repercutía a distancias en carreras atropelladas de hatajos y de cimarrones que huían a
            sus escondites al ventear al hombre. Eran apenas en masas más obscuras que la noche que se movían por entre los
            pajonales, o leve rumor de éstos, agitados por la fuga de las reses; pero los sentidos sutilísimos del llanero no

            necesitaban indicios más seguros para permitirles afirmar:
               –Esa es la rochela del barroso de Uverito. Ahí van más de cien reses huyendo.
               –Allá va el hatajo del Cabos Negros, rumbeando hacia Corozalito.
               Con el alba llegaron al sitio de la reunión. Ya los de El Miedo estaban allí, capitaneados por doña Bárbara y
            aleccionados para trabajar de modo de ahuyentar el ganado que Luzardo se proponía recoger, pues entre la hacienda
            altamireña que se majadeaba por allí había gran cantidad de vacas, cuyos becerros, todavía mamantones, ya tenían

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