Page 72 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I II II I. .   L Lo os s   r re eb bu ul ll lo on ne es s                                 R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Y al cabo de una breve pausa:
               –Ese que montan Ño Pernalete estaba entre aquellos cuatreros asesinos. Todavía vive, porque, aunque andaba con
            los otros, fue el único que no puso su mano sobre mis viejos, según supe después. Los demás, ya me la pagaron, uno a

            uno. Yo sé que la venganza no es buena; pero es lo único que tenemos por aquí para cobrar deudas de sangre. De más
            está decirle cómo es que he venido a parar en peón. Aunque de usted, lo soy con gusto.
               Y volvió a encerrarse en su mutismo, mientras Luzardo hacía los comentarios del caso, con el cálido lenguaje que
            empleaba cuando se trataba de algo que tuviese relaciones con la violencia enseñoreada de la llanura.
               Entretanto, Marisela escuchaba; pero como el tema en que se había engolfado Santos era poco interesante para ella,
            y, además, no podía perdonarle que durante una hora larga, todavía no le hubiese dirigido la palabra una sola vez,
            taloneó los ijares de la Catira, haciéndola coger un trote más animado, y rompió a cantar una de esas coplas que para

            cada sentimiento tiene el cantador llanero. La letra no se le oía; pero la voz agradable modulaba con gracia la tonada.
            Santos interrumpió su discurso para prestarle atención, y Carmelito, disipada ya la amargura del recuerdo, se deleitó
            también en el canto bien entonado, y cuando Marisela terminó la copla, dijo:
               –¡Ah, doctor! Cómo que no somos tan malos amansadores. Véale el paso a la Catira.


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               Para las puñaladas, Melquíades; para las bribonadas, Balbino; para los mandados, Juan Primito. Sólo que algunos
            mandados de Juan Primito eran como puñaladas.

               Greñudo, piojoso y con una barba hirsuta que no había manera de que conviniese en recortársela, era el recadero de
            doña Bárbara un bobo con alternativas de lunático furioso, aunque no desprovisto de atisbos de malicia, cuyas manías
            más singulares consistían en no beber el agua de las casas de El Miedo, así tuviese que caminar leguas por buscarla en
            otras, y en colocar sobre los techos de los caneyes cazuelas llenas de los más extraños líquidos, para que bebiesen unos
            pájaros fantásticos que denominaba rebullones.

               A lo que se podía colegir de sus disparatados discursos, los rebullones eran una especie de materialización de los
            malos instintos de doña Bárbara, pues había cierta relación entre el género de perversa actividad a que ésta se entregara
            y el líquido que él les ponía a aquéllos para que aplacaran su sed: sangre, si fraguaba un asesinato; aceite y vinagre, si
            preparaba un litigio; miel de aricas y bilis de ganado mezcladas, si tendía las redes de sus hechizos a alguna futura
            víctima.
               –¡Beban, bichos! –rezongaba Juan Primito al colocar las cazuelas sobre los techos–. Jártense para que dejen quieto
            al cristiano.
               Y como los rebullones casi siempre tenían alguna sed, Juan Primito no bebía el agua de El Miedo, no fueran a

            trocarse las suertes, pues aseguraba que agua donde aquellos pájaros diabólicos metiesen el pico se transformaba en el
            líquido que apetecieran, y cristiano –quería decir humano– que luego la bebiese, inmediatamente recibía el daño a que
            otro estuviera sentenciado.
               –Ya van a alborotarse otra vuelta los rebullones –se había dicho el bobo a raíz de la noticia de la llegada del dueño
            de Altamira, y desde aquel día se le vio a menudo explorando el cielo en espera de la diabólica bandada y ya con sus

            cazuelas listas para llenarlas con lo que fuese menester.
               –¿Qué hubo, Juan Primito? –solían preguntarle los peones de la mujerona, que con aquello se divertían–. ¿Todavía
            no aparecen?
               –Allá como que viene uno –respondíales, poniéndose la mano extendida a la altura de las cejas, como si realmente
            hubiese algo que ver en aquel punto del cielo resplandeciente hacia donde miraba.



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