Page 70 - Doña Bárbara
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Limpia, presumida ya, todavía silvestre, pero como la flor del paraguatán, que embalsama el aire de la mata y
perfuma la miel de las aricas, nada quedaba en el aspecto de Marisela de aquella muchacha que portaba el haz de
chamizas sobre la greña inmunda.
Lo mejor que traía en su pacotilla el turco que todos los años por aquella época recorría los hatos del cajón del
Arauca, se lo compró Santos para que anduviese calzada y vestida con decencia. En la confección de los primeros trajes
la sacaron del paso las nietas de Melesio Sandoval; para otros hizo de modisto Santos, dibujándole modelos, y esto dio
origen a regocijadas escenas, pues si los dibujos no eran del todo malos, los patrones resultaron siempre inimitables y de
un gusto deplorable a veces.
–¡Hum! Yo no me pongo esta mojiganga –protestaba ella.
–Tienes razón –concedía él–. Esto me ha resultado un poco sobrecargado. Tiene de todo, alforzas, faralás.
Quitémosle esto.
–Y esto también. Ese garrufío por el pescuezo no me lo pongo yo.
–Convengamos en lo de garrufío, pero di más bien: cuello. Y quítaselo también. En esto como en muchas otras
cosas tu instinto te dirige rápida y certeramente –concluía Santos, complacido en las felices disposiciones de aquella
naturaleza, recia y dúctil a la vez, y viendo en Marisela una personificación del alma de la raza, abierta, como el paisaje,
a toda acción mejoradora.
También le proporcionaba ocupación espiritual, compensadora de las rudas faenas del hato, la empresa de la
regeneración de Lorenzo Barquero. Dosificándole la bebida y procurándole ocupaciones físicas y mentales, ya
comenzaba a lograr que él mismo se empeñase en quitarse el vicio. Durante el día se lo llevaba consigo a sabanear, y en
las tertulias de sobremesa se empeñaba en interesarlo con temas que despertasen su aletargada inteligencia, que hacía
años no funcionaba sino bajo la acción del alcohol.
Pero, además de producirle las incomparables satisfacciones de toda obra lograda, Marisela le alegraba la casa y le
llenaba una necesidad de orden personal. Cuando ella entró en la de Altamira, ya ésta no era aquella inmunda
madriguera de murciélagos donde días antes se metiera él, pues ya había hecho blanquear las paredes, manchadas por
las horruras de las asquerosas bestias, y fregar los pisos, cubiertos por una capa de barro endurecido, que durante quién
sabe cuántos años habían depositado en ellos las plantas de los peones; pero era todavía la casa sin mujer. En lo
material: la aguja que no se sabe manejar para zurcir la ropa, la comida servida por un peón; en lo espiritual –que para
Santos Luzardo era lo más importante–: la casa sin respeto, el poder estar dentro de ella de cualquier modo, el no
importar que en su silencio retumbara la palabra obscena del peón, el descuido de la persona y el endurecimiento de las
costumbres.
Ahora, por el contrario, después de las rudas faenas de ojeos y carreras, era necesario regresar con un ramo de flores
sabaneras para la niña de la casa, cambiarse, quitarse el áspero olor de caballo y de toro que traía adherido a la piel, y
sentarse a la mesa dando ejemplo de buenos modales y manteniendo una conversación agradable y escogida.
Así, pues, mientras él la iba desbastando de su condición silvestre, Marisela le servía de defensa contra la adaptación
a la rustiquez del medio, fuerza incontrastable con que la vida simple y bravía del desierto le imprime su sello a quien se
abandona a ella.
Por momentos, la discípula se le encabritaba, se le revolvían las sangres, como decía ella, y se negaba a recibir las
lecciones o respondía a sus advertencias con aquel brusco:
–«Déjeme ir para mi monte otra vez.»
Pero eran arrebatos pasajeros, manifestaciones de carácter que provenían de los mismos sentimientos que Santos
estaba despertando en su espíritu. En seguida volvía espontáneamente por lo que había rechazado:
–Bueno. ¿Esta noche no voy a dar lecciones?
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