Page 65 - Doña Bárbara
P. 65

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I I. .   U Un n   a ac co on nt te ec ci im mi ie en nt to o   i in ns só ól li it to o                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
            hacer nada sin consentimiento suyo, y salió a recibirlas, aceptando el papel que lo obligaba a representar Mujiquita;
            pero, ¡eso sí!, dispuesto a cobrárselo caro.
               –Adelante, mi señora. ¡Caramba! Si no es así, no la vemos a usted por aquí. Siéntese, doña Bárbara. Aquí estará más

            cómoda. ¡Mujiquita! Quite su sombrero de esa silla para que se siente míster Danger. Ya le he dicho varias veces que no
            ponga el sombrero sobre las sillas.
               Mujiquita obedeció solicito. Era el precio, el inevitable vejamen que tenía que sufrirle a Ño Pernalete cada vez que
            se atrevía a meter la mano en ayuda de algún solicitante de justicia; su corona de martirio, hecha de reprimendas
            insolentes en público, a voz en cuello, para mayor escarnio de su dignidad de hombre. Ya tenía callos en los oídos de
            tanto recibirlas; pero en aquel pueblo no se daban cuenta de lo que le debían a Mujiquita.
               –¿Hasta cuándo te estarás metiendo a redentor? –solía decirle su mujer cuando lo veía llegar a casa, después de

            aquellos regaños, deprimido, con lágrimas en los ojos.
               Pero él respondía invariablemente:
               –Pero ¡chica! Si no me meto, ¿quién aguanta al coronel?
               Y, atolondrado por la vergüenza, estuvo largo rato buscando dónde poner el sombrero.
               –Bueno. Aquí estamos a la orden de usted –dijo míster Danger.

               Y doña Bárbara, sin disimular el enojo que todo aquello le causaba, agregó:
               –Poco ha faltado para que se nos atarrillaran los caballos, por estar aquí, como usted mandaba, al término de la
            distancia.
               Ño Pernalete le echó una mirada furiosa a Mujiquita y en seguida le dijo:
               –Ande y búsquese al doctor Luzardo. Dígale que no se haga esperar mucho, que ya están aquí los señores.
               Y Mujiquita salió de la Jefatura, diciéndose, bajo el peso del mal presentimiento:
               –Lo que soy yo, de ésta pierdo el puesto. Tiene razón mi mujer: ¿quién me manda meterme a redentor?

                                                            *

               Momentos después, cuando regresó en compañía de Luzardo, ya la actitud de doña Bárbara era otra: había
            recobrado su habitual expresión de impasibilidad, y sólo un ojo muy zahorí habría podido descubrir en aquel rostro un
            indicio de pérfida satisfacción, reveladora de que ya se había entendido con Ño Pernalete.
               Sin embargo, tuvo un instante de desconcierto al ver a Luzardo: la intuición fulminante del drama final de su vida.
               –Bien –dijo Ño Pernalete, sin responder al saludo de Luzardo–. Aquí están los señores, que han venido a oír las
            quejas que usted tiene que formular contra ellos.
               –Perfectamente –dijo Luzardo, tomándose el asiento que no le brindaban, pues ni Pernalete estaba para cortesías, ni
            Mujiquita para demostraciones amistosas que acabaran de comprometerlo–. En primer lugar, y perdóneme la señora que

            la posponga, el caso del señor Danger.
               Y como advirtiese la rápida guiñada de ojos que con el aludido cruzó el Jefe Civil, comprendió que ya se habían
            entendido entre sí e hizo una pausa para dejarlos gozarse en su picardía.
               –Es el caso que el señor Danger tiene en sus corrales –y me sería fácil comprobarlo–, reses marcadas con su hierro,
            que, sin embargo, llevan las señales de Altamira.

               –¿Y eso qué quiere decir? –interpeló el extranjero, sorprendido de aquel tema que no era el que esperaba oírle
            plantear.
               –Que no le pertenecen. Simplemente.
               –¡Oh! ¡Caramba! Como se conoce que usted está tiernito eh cosas de llano. ¿No sabe usted que las señales no tienen
            importancia ninguna, y que lo único que da fe sobre la propiedad de una res es el hierro, siempre que esté debidamente
            empadronado?

                                                            65
   60   61   62   63   64   65   66   67   68   69   70