Page 79 - Doña Bárbara
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Denomina así el llanero a la reunión de los dueños de hatos que asisten a los rodeos sin tomar parte en los trabajos y
sólo para vigilar sus intereses a la hora del reparto del ganado recogido. En tiempos de José Luzardo, y durante las
vaquerías, el «blancaje» lo componían más de veinte propietarios de aquella porción del Arauca, de cuyas fincas,
englobadas ahora en el latifundio de doña Bárbara, sólo quedaban los nombres para designar matas y sabanas de El
Miedo.
Haciéndose reflexiones a propósito de esto, Santos permaneció largo rato ajeno al charloteo con que su vecina
trataba de iniciar la conversación amistosa, dirigiéndose aparentemente a Balbino, pero con temas que a fuer de cortés,
lo obligaban a intervenir.
Por fin se decidió a dirigirle la palabra francamente:
–¿No ha visto nunca un rodeo, doctor Luzardo?
–Cuando muchacho –respondió, sin volverse a mirarla–. Ahora todo esto es casi nuevo para mí.
–¿De veras? ¿Se le han olvidado las costumbres de su tierra?
–Imagínese. Tantos años fuera de ella.
Se quedó mirándolo un buen rato, con ojos acariciadores, y luego dijo:
–Sin embargo, ya he oído contar su hazaña con el alazano, apenas recién llegado. Como que no es usted tan
olvidadizo como se quiere pintar.
La voz de doña Bárbara, flauta del demonio andrógino que alentaba en ella, grave rumor de selva y agudo lamento
de llanura, tenía un matiz singular, hechizo de los hombres que la oían; pero Santos Luzardo no se había quedado allí
para deleitarse con ella. Cierto era que por un momento había experimentado la curiosidad, meramente intelectual, de
asomarse sobre el abismo de aquella alma, de sondear el enigma de aquella mezcla de lo agradable y lo atroz,
interesante, sin duda, como lo son todas las monstruosidades de la naturaleza; pero, en seguida, lo asaltó un subitáneo
sentimiento de repulsión por la compañía de aquella mujer, no porque fuera su enemiga, sino por algo mucho más
íntimo y profundo, que por el momento no pudo discernir, pero que lo hizo cortar bruscamente la absurda charla y
alejarse de allí en dirección al paraje donde unos peones de El Miedo vigilaban los novillos madrineros, núcleo del
rodeo.
Balbino Paiba sonrió y se atusó los bigotes, pero, aunque estuvo largo rato observándola de soslayo, no vio aparecer
en aquel rostro el aletazo de las cejas que se juntaban y se separaban rápidamente, signo del arrebato de cólera, sino una
expresión que él no le conocía, un aire de pensamientos lejanos.
Entretanto, levantada por los vaqueros, la hacienda empezaba a poblar y a animar la sabana, aparentemente desierta
hasta entonces. Numerosos rebaños surgían de las matas y de los bajíos distantes; en alegres tropeles, los que estaban
compuestos por reses acostumbradas al pique; adelante, los padrotes, y retozando en torno a las madres, los becerros
mamantones; otros, más ariscos, abriéndose en puntas y lanzando mugidos de miedo.
Oíanse los gritos de los vaqueros. Correteaban ya por todas partes reses señeras, tratando de salirse del cerco que
estrechaban los caballos, se engrillaban aquí y allá los toros bravos, ganosos de arremeter, pero las atropelladas se
hacían irresistibles por momentos, repercutían a distancia lanzando en tropeles las madrinas de mansos, y éstos se
llevaban por delante las reses bravas que intentaban defenderse, convirtiéndoles la furia en miedo.
Ya algunas puntas empezaban a reunirse en el sitio donde estaban los novillos madrineros; pero otras se resistían, y
los jinetes, que ya venían picando de cerca, tenían que multiplicarse para atropellarlas por distintos puntos,
caracoleando los caballos, haciéndolos sentarse sobre los corvejones a la refrenada violenta, en la brusca enmienda de la
carrera.
El rodeo crecía por momentos, alborotándose más y más con los torrentes de bravura, que por todas partes
convergían hacia el paradero. Se levantaban las polvaredas, se encrespaba la gritería de los vaqueros:
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