Page 87 - Doña Bárbara
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Santos se detuvo a presenciar el temerario deporte, y en obra de pocos momentos vio llenarse de galápagos un
jagüey que al efecto había sido abierto en la playa arenosa del caño. Luego se dirigió hacia donde estaba el resto de la
peonada, entregada a la cacería de caimanes.
Como todos los de la llanura, era aquel caño un criadero de caimanes a cuyas tarascadas habían perecido varias reses
por aquellos días, por lo cual Antonio lo había elegido para la tradicional batida del Jueves Santo.
Los cazaban a tiros o los arponeaban desde la orilla, pero cuando Luzardo llegó, hacía rato que habían cesado los
disparos, y una gran cantidad de aquellos terribles habitantes del caño esteraban la playa, panza arriba.
–¿Se acabó ya la fiesta? –preguntó Antonio–. El doctor venía con ganas de echar un tirito.
Los cazadores, silenciosos todos y retirados de la orilla, pero atentos a algo que sucedía dentro del caño, hiciéronle
señas en silencio, y Antonio, después de haber echado una mirada en la dirección que indicaba aquella actitud
expectante, díjole a Luzardo:
–¿Ve aquellas dos taparas que están flotando en medio del caño? Debajo de ellas están dos hombres esperando que
se aboye un caimán para alancearlo por el codillo, bajo el agua. Ésa es la cacería que tiene más mérito, y de seguro que
son Pajarote y María Nieves esos que ahí están entaparados.
–Ellos son –repuso Carmelito–. Y nada menos que contra el Tuerto del Bramador, que se ha dejado chusiar hasta
por aquí.
Era aquel caimán contra el cual Luzardo había intentado disparar en el sesteadero del palodeagua el día de su
llegada. Terror de los pasos del Arauca, de sus víctimas –gentes y reses– se había perdido la cuenta. Se le atribuían
siglos de vida, y como siempre saliera ileso de los proyectiles, que rebotaban en su recio dorso, se había formado la
leyenda de que no le entraban balas porque era un caimán encantado. Su apostadero habitual era la boca del caño
Bramador, ahora en términos de El Miedo, pero desde allí dominaba el Arauca y sus afluentes, haciendo por ellos largas
incursiones, de las cuales regresaba con la panza repleta a hacer su laboriosa digestión adormitado al sol de las playas
del Bramador, que eran para él seguro abrigo a causa de que doña Bárbara, supersticiosa del embrujamiento que se le
atribuía, tenía prohibido que se le atacara, tanto más cuanto que remontando el caño, eran reses de Altamira su ración
preferida.
–No ha debido consentir Carmelito en que Pajarote y María Nieves arriesguen así la vida –dijo Santos–. Hágales
señas de que se salgan de ahí.
–Sería inútil en este momento –intervino Antonio–, porque los agujeros de las taparas, que es por donde ellos
pueden ver, están para el otro lado. Además, ya es tarde. Ahora no se puede uno ni mover siquiera. Cerquita de ellos
viene aboyándose el caimán. Mírele el aguaje.
En efecto, a pocos metros de las taparas, la tersa superficie del caño comenzaba a rizarse levemente.
–¡Sh! –hicieron todos los circunstantes a un tiempo, agachándose para que no los descubriera el caimán, y la
angustiosa expectativa eternizó el minuto de silencio.
Con la majestad de su vejez y de su ferocidad, el caimán sacó a flor de agua, lentamente, la horrible cabeza y el
dorso enorme, blindado de recias escamas en cresta.
Las taparas se movieron lentamente hacia la orilla opuesta del caño, como si las arrastrase una suave corriente, y se
oyó el desahogo de la respiración contenida de los espectadores, a tiempo que Antonio murmuró. quedo:
–Ya se le pusieron al lado del ojo tuerto.
Las taparas continuaron deslizándose hacia el caimán, y aunque éste no las veía por estar completamente aboyado y
con el ojo sano atento hacia la playa, todavía no había pasado el peligro, pues ya los hombres estaban al alcance de la
tarascada y la más leve imprudencia les costaría la vida.
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