Page 91 - Doña Bárbara
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paraderos de ganado que las circundaban; pero el aire ardiente que soplaba sobre ellas se hacía irrespirable por
momentos.
–Parece que esto hubiera sido hecho de propósito –observó Santos.
–Sí, señor –murmuró Carmelito–. Estas candelas como que no vienen para acá por cuenta de ellas solas.
Era el único peón que estaba por allí. Los demás, incluso Antonio Sandoval, se habían ido después del almuerzo a
continuar la batida de los caños poblados de caimanes, y se había quedado rondando en torno a la casa, como si montara
guardia, porque un veguero, con quien se encontró de camino la noche anterior, le había comunicado que, estando en la
pulpería de El Miedo, oyó conversar a los Mondragones de algo que por allá se fraguaba contra Altamira para el día
siguiente. Se reservó la noticia porque quería darle a Santos, él solo, una prueba inequívoca de su lealtad. Pero sin hacer
ostentación de ella.
–Por muchos que sean los que vengan de allá –se había dicho– entre el doctor y yo, él con su rifle y yo con mi
recortado, no los dejaremos acercarse.
Pero ahora acababa de comprender que eran aquellas candelas lo que debía venir de El Miedo, y se dijo:
–Menos mal, porque a éstas las atajan los peladeros de la sabana.
Las atajaron, en efecto, pero cuando roto en lenguas errantes por los medanales y abandonado del viento en la calma
del atardecer se extinguió por fin el incendio, el vasto paño de sabana carbonizado, que se extendía hasta el horizonte
bajo un cielo fuliginoso, era un paisaje fúnebre iluminado por una hilera de antorchas agonizantes, allá en Macanillal,
donde habían sido plantados los postes para la cerca. Fue la rebelión de la llanura, la obra del indómito viento de la
tierra ilímite contra la innovación civilizadora. Ya la había destruido y ahora reposaba como un gigante satisfecho,
resollando a rachas, que levantaban torbellinos de cenizas.
Pero, al día siguiente y durante varios consecutivos, el incendio reapareció por distintos puntos. Las cimarroneras,
desalojadas de sus breñales, se regaron por todas partes, aumentando el peligro a que se exponían los sabaneros en el
apresurado pique de los rebaños para conducirlos a comederos inaccesibles al fuego; se dio el caso de que se atarrillaran
hatajos enteros de bestias salvajes en la huida continua, y el ganado manso que no se alzó al contagio de los cimarrones
regresaba por las tardes a los corrales extenuado y hambriento. Sólo se salvaron del fuego aquellos paños de sabana que
estaban defendidos por los caños que surcaban la finca; pero costó trabajos inauditos lograr que se refugiara en ellas la
hacienda que no se hubiera dispersado por los hatos vecinos.
–Esto es obra de doña Bárbara –afirmaban los peones de Altamira–. Aquí nunca se habían visto quemazones como
ésta.
Y Pajarote propuso:
–Dénos permiso, doctor Luzardo, y un par de cajas de fósforos, que es todo lo que necesitamos yo y mi vale María
Nieves para pegarle fuego a El Miedo por los cuatro costados.
Pero, una vez más, el enemigo de las represalias replicó:
–No, Pajarote. Procuremos capturar a los culpables si realmente los hay, para remitírselos a las autoridades a fin de
que se les aplique el castigo consiguiente.
Y hasta Lorenzo Barquero, saliéndose de su habitual ensimismamiento, aconsejó las represalias:
–¿Si es que los hay, dices? ¿Dudas todavía de que todo esto no sea obra de tu enemiga? ¿No es de los lados de El
Miedo de donde viene el fuego?
–Sí. Pero para hacer una acusación de esa naturaleza necesito estar seguro y hasta ahora no tengo sino simples
presunciones.
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