Page 92 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II II I. .   C Ca an nd de el la as s   y y   r re et to oñ ño os s                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               –¿Acusación? ¿Y quién ha dicho que se necesita acudir a las autoridades? ¿No eres un Luzardo? Haz lo que siempre
            hicieron todos los Luzardos: mata a tu enemigo. La ley de esta tierra es la bravura armada; hazte respetar con ella. Mata
            a esa mujer que te ha jurado la guerra. ¿Qué esperas para matarla?

               Era la brusca rebelión del hombre, el rencor de largos años sepultados dentro del alma envilecida, algo viril, por fin,
            brutal; pero con todo, menos innoble, menos abyecto que aquella relajación de la dignidad que lo había hecho
            entregarse al alcohol para olvidar su miseria. Ya esta saludable reacción había comenzado desde los primeros días de su
            estada en Altamira, pero hasta entonces no se había atrevido a hacer la más remota alusión a doña Bárbara. Su
            conversación giraba exclusivamente dentro de los recuerdos de su época de estudiante y en la minuciosidad que ponía
            en estas evocaciones, citando nombres y señales fisonómicas de sus enemigos de entonces y puntualizando los mínimos
            detalles de las cosas o sucesos a que se refiriera, se advertía cierto angustioso empeño. A veces se le iban de pronto las

            ideas hacia el tema que no debía ser tratado; pero cortaba a tiempo las frases, y para que Santos no advirtiese la solución
            de continuidad, se perdía en divagaciones desconcertantes y en circunloquios plagados de contrasentidos, dando con
            todo esto la impresión de que las ideas corrieran por entre los escombros de su cerebro, como sombras locas,
            buscándose y evitándose al mismo tiempo. Ahora, por primera vez aludía a la mujer causante de su ruina, y Santos le
            vio brillar en las pupilas una ferocidad delirante.

               –No es para tanto, Lorenzo –díjole, y en seguida, para desviar el enojoso asunto–: Cierto es que el fuego viene de El
            Miedo, pero también es verdad que de algún modo soy culpable, pues si no me hubiera opuesto a las quemas parciales
            establecidas por la costumbre, todas las sabanas no habrían ardido a la vez. El ensayo de rotación de los pastos ha sido
            una innovación que había de resultarme cara: la llanura ha campado por los fueros de la rutina.
               Pero ya Lorenzo Barquero tenía una pasión cuya enardecedora intensidad podía suplir la falta del latigazo del
            alcohol cuando le fallara la voluntad de reconstruir su vida y le parpadeara la luz de la inteligencia, produciendo aquella
            danza de sombras locas que se buscaban y se evitaban a la vez por entre los escombros de su cerebro, y fue inútil que
            Santos se empeñara en disuadirlo de aquella idea homicida.

               –No. Déjate de frases. Aquí no hay sino dos caminos, matar o sucumbir. Tú eres fuerte y animoso y podrías hacerte
            temible. Mátala y conviértete en el cacique del Arauca. Los Luzardos no fueron sino caciques, y tú no puedes ser otra
            cosa, por más que quieras. En esta tierra no se respeta sino a quien ha matado. No le tengas grima a la gloria roja del
            homicida.
               Entretanto, en El Miedo, también retoñaban las viejas raíces. Después de aquel fracasado intento de reconstrucción

            de su vida, la tarde de la entrevista con Luzardo, doña Bárbara había pasado días de humor sombrío, entregada a
            maquinar venganzas terribles, y noches enteras en el cuarto de las conferencias con «el Socio»; pero como éste no
            acudiera al conjuro, su irascibilidad era tal, que nadie se atrevía a acercársele.
               Interpretando esto como signo de una guerra definitivamente declarada a Santos Luzardo, Balbino Paiba fraguó el
            plan de las quemas de Altamira para recuperar los perdidos favores de la amante, anticipándose a los designios que le
            atribuía, y encargó la ejecución a los Mondragones supervivientes, que otra vez habitaban la casa de Macanillal y eran
            las únicas personas que en El Miedo obedecían órdenes suyas; pero como mantuvo en secreto su iniciativa por aquello

            del «Dios libre a quien se atreva contra Santos Luzardo», doña Bárbara, a su vez, interpretó los incendios que asolaban
            Altamira como obra de los «poderes» que la asistían, puesto que la destrucción de la cerca con que Luzardo pretendía
            ponerle limites a sus desmanes no había sido realización de un deseo suyo, y se apaciguó con la confianza de que así
            caerían, a su debido tiempo, las otras vallas que la separaban del hombre deseado, y que, cuando ella lo quisiese, ése iría
            a entregársele con sus pasos contados.
               Realmente, parecía como si una influencia maligna reinara en Altamira. Después de la afanosa brega del día,

            picando los ganados sedientos para acostumbrarlos a los bebederos que no se hubieran secado, exponiendo la vida entre

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