Page 97 - Doña Bárbara
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               –¿Cómo es eso? –preguntó uno de los peones nuevos.
               –¡Guá! Que un día del año, ahora no recuerdo cuál, al punto de medianoche, pasa un viejito en una curiara, íngrimo
            y solo, y sin que nadie haya podido descubrir todavía quién es ni de dónde sale. Algunos dicen que es Nuestro Señor

            Jesucristo en persona. U cierto es que se para en una punta de playa y pega un leco, que lo oyen todas las tortugas del
            Orinoco, desde las cabeceras, allá más arriba del Roraima, hasta las Bocas. Esa es la señal que esperan las tortugas para
            salir a poner sus huevos en la arena de las playas. Ahí mismito se empieza a oír el trueno de los millones de carapachos
            tropezando unos contra otros. Y esa es también la señal que esperan los que saben para salir a cazarlas mansitas.
               Y antes de que se rompiese en risas el momentáneo silencio de la credulidad:
               –¿Y lo del Dorado que vieron los españoles? Yo también lo he mirado. Ese resplandor que algunas noches se
            distingue desde aquí, por los lados donde cae el Meta.

               –Ésas son quemazones de la sabana. Pajarote.
               –No, señor, vale Antonio. Yo le aseguro a usted que ese es el Dorado que mentan esos libros que usted me leyó una
            vez. Sobre el Meta se ve clarito y grande, como una ciudad de ovo.
               –Este Pajarote lo ha mirado todo –comenta uno, y los demás sueltan la risa.
               –¿Cómo fue, vale, que se salvó usted de que lo fusilaran? –pregunta María Nieves.

               –¡Ése es bueno! –exclaman los que conocen el cacho–. Échalo, Pajarote, que aquí hay muchos que no te lo han
            oído.
               –Pues que habíamos caído en manos de los revolucionarios del Gobierno, y como nosotros les habíamos dado
            mucho que hacer en dondequiera que nos los tropezábamos –y Pajarote carga la fama–, a mí me habían colgado las
            mías y las ajenas, y ya estaba resuelto que me iban a fusilar. Eso fue cerca de las bocas del Apure, y estaba el río de
            monte a monte. La gente que roe cargaba preso se llegó hasta la orilla para que bebieran las bestias. Todos íbamos
            cubiertos de barro hasta las narices, y al capitán de la compañía le dieron ganas de bañarse; pero en la orillita, porque no
            era bueno de aguas. Se me ocurrió mi idea y dije, de modo que él me escuchara:

               «–¡Ah, capitán, para tener bríos! Yo en el pellejo de él no me estaría bañando ahí tan tranquilo, con la caimanada
            que hay en ese río.»
               Me oyó el hombre, y como cuando uno empieza a hacer la diligencia para salir de un mal paso, ahí mismo está Dios
            haciéndose cargo de lo demás, se le ocurrió también al capitán su idea, que no era muy bendita, y me preguntó:
               «–¿Y usted no es llanero, pues?»

               «–Sí, señor, mi capitán –le respondí mansito–. Llanero soy, pero de a caballo, que no es la misma cosa. A mí
            búsqueme usted en la tierra, pero en el agua no me encontrará nunca ni en la orillita.»
               Me lo creyó el hombre, porque estaba de Dios que así sucediera, y para divertirse conmigo o para no tener que pasar
            el mal rato de fusilarme, mandó que me quitaran el cabo de soga con que me tenían amarrado y me echaran al agua para
            que me bañara, diciéndome:
               «–Acérquese, amigo, para que se lave las patas, no vaya mañana a ensuciar el Cielo cuando San Pedro lo mande
            pasar adelante.»

               Los soldados echaron a reírse, y yo me dije:
               «–Te salvaste, Pajarote.»
               Y seguí haciendo mi papel:
               «–¡No, mi capitán! ¡Por vía suyita! Yo prefiero que me fusilen, si esa es mi suerte, antes que morir comido por un
            caimán.»
               Pero él les gritó a los soldados:

               «–Echen al agua ese cobarde.»

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