Page 94 - Doña Bárbara
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Empezaban a menudear los gallos, cuando comenzó en Altamira el bullicio de los preparativos. Pasaban de treinta
los peones con que contaba ahora el hato, y, además, estaban allí otros vaqueros de Jobero Pando y El Ave María.
Ensillaban de prisa, pues había que caerle al ganado en sus dormideros antes que empezara a disgregarse, y,
entretanto, se reclamaba a gritos los trebejos que no encontraban a mano.
–¡Mi mandador! ¿Dónde está que no lo encuentro? Vaya soltándolo el que lo tenga porque es muy conocido: tiene
una jachuela en la punta, y si se la pican, lo conozco por el cortao.
–¿Qué hubo del cafecito? –voceaba Pajarote–. Ya el día viene rompiendo por la punta, y nosotros todavía dando
vueltas por aquí.
Y a su caballo, mientras le apretaba la cincha:
–Vamos a ver, castaño-lucero, cómo te portas hoy. Mi soga está más tiesa que pelo e negro; pero no la engraso,
porque la nariz de un salenco viejo que vamos a aspear entre los dos en cuanto rompa el levante, me la va a dejar
suavecita, que ni pelo e blanco.
–Apuren, muchachos –reclamaba Antonio–. Y los que tengan caballos chucutos, crinejeen de una vez, porque
vamos a «legar picando.
–Ch’acá el cafecito, señora Casilda –decían, acudiendo a la cocina, los que ya habían ensillado.
Un fuego alegre, de leñas resinosas, chisporroteaba en el fogón entre las negras topias que sostenían la olla. Cantaba
dentro de ésta el hervor de la aromática infusión, y en las manos de Casilda no descansaba la pichagua con que la
trasegaba al colador de bayeta, pendiente del techo por un alambre, mientras las otras mujeres se ocupaban en enjuagar
los pocillos y en llenarlos y ofrecérselos a los peones impacientes, y durante un rato reinó en la cocina la animación de
las frases maliciosas, de los requiebros crudos y picantes de los hombres, de las risas y réplicas de las mujeres.
Bebido el café –después de lo cual no caería en los estómagos de aquellos hombres, hasta la comida de la tarde al
regreso al hato, sino el cacho de agua turbia y la amarga saliva de la mascada de tabaco–, partió el escuadrón de
vaqueros, con Santos Luzardo a la cabeza, alegres, excitados por las perspectivas de la jornada apasionante, cruzándose
chistes y reticencias maliciosas, recordándose mutuamente percances de anteriores vaquerías donde arriesgaron la vida
entre las astas de un toro o estuvieron a punto de morir despanzurrados bajo el caballo, estimulándose unos a otros con
hazañosos desafíos.
–Vamos a ver quién se pega conmigo –decía Pajarote–. He hecho la apuesta de aspear veinte bichos yo solo, y las
gandumbas serán la prueba.
*
Recia fue la brega y duró hasta el mediodía. Los lazos no descansaban en las manos de los vaqueros, muchos
caballos quedaron muertos y los que no sucumbieron, apenas podían sostenerse sobre sus remos calambreados; pero ya
el rodeo estaba parado y quieto, porque también las reses estaban despeadas de tanto corretear. Sólo los hombres
estaban enteros todavía, derechos sobre las bestias jadeantes, insensibles al hambre y a la sed, roncos de gritar, pero aún
cantando, alegres, las tonadas que apaciguan el rebaño.
Promediaba la tarde cuando Antonio dio orden de que se procediera al aparte. María Nieves penetró en el rodeo
gritando a los novillos madrineros, y éstos, que ya conocían la voz del cabestrero y estaban acostumbrados a la
operación, salieron del rebaño a detenerse en el sitio donde se formaría la madrina del hato, que era el primer lote que se
separaba.
Y como si nada hubiera sido aquella recia brega del levante, todavía el aparte dio ocasión para lucir habilidades
llaneras, coleando y tumbando los toros entre madrina y madrina.
Luego se procedió a apartar las reses de El Miedo y del hato de Jobero Pando, formando así las madrinas llamadas
de los vaqueros. Finalmente, como aparecieran algunos novillos y vacas paridas marcados con el hierro del hato de La
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