Page 90 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II II I. .   C Ca an nd de el la as s   y y   r re et to oñ ño os s                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               –Que me arde la garganta de tanto panal que he comido.
               Y Genoveva concluye:
               –Eso malo tiene la miel de las aricas. Es muy dulce, pero abrasa como un fuego.


                                                 V VI II II I. .   C CA AN ND DE EL LA AS S   Y Y   R RE ET TO OÑ ÑO OS S

               Ya se había escuchado, allá en el fondo de las mudas soledades, el trueno que anuncia la proximidad del invierno; ya
            estaban pasando hacia el Occidente las rumazones de nubes que van a condensarse sobre la Cordillera, donde
            comienzan las lluvias que luego descienden a la llanura, y ya estaba el fusilazo del relámpago al ras del horizonte en las
            primeras horas de la noche. El verano empezaba a despedirse con el canto de las chicharras entre los chaparrales
            resecos, amarilleaban los pastos hasta perderse de vista, y bajo el sol ardoroso se rajaban como fauces sedientas las
            terroneras de los esteros. La atmósfera, saturada del humo de las quemas que comenzaban a propagarse por las sabanas,

            se inmovilizaba en calmas sofocantes durante días enteros, y sólo a ratos, como anhelosos resuellos de fiebre, soplaban
            breves ráfagas ardientes.
               Aquella tarde había llegado a su apogeo la modorra de la canícula. La reverberación solar poblaba de espejismos la
            sabana, y en la abrumadora quietud del desierto sólo se movía la vibración del aire enrarecido, cuando, de pronto, y a
            tiempo que los pastos se abatieron al soplo de una racha huracanada, empezó a suceder algo extraño: bandadas de aves
            palustres que volaban hacia el sotavento lanzando graznidos de pánico, numerosas yeguadas, reses sueltas o en
            madrinas que corrían en la misma dirección, unas, rumbo a los corrales del hato, otras, hacia el horizonte abierto, en

            precipitada fuga.
               Ya para abandonarse al sopor de la siesta a la sombra del corredor delantero de la casa, como advirtiese aquel raro
            movimiento del bestiaje, Santos Luzardo se preguntó en alta voz:
               –¿Por qué vendrá el ganado buscando loa corrales a estas horas?
               Y Carmelito, que ya por dos veces se había acercado hasta allí a explorar la sabana como si esperase algo, explicó:

               –Es que ha venteado la candela. Mire. Por allá, detrás de aquella punta de mata viene reventando el fuego. Por aquí
            detrás ya se ve también la humareda. Todo eso viene ardiendo de Macanillal para acá.
               Ideas rudimentarias, profundamente arraigadas en el hombre de los campos venezolanos, e impotencia de los
            escasos pobladores de la llanura ante la enormidad de las tierras que reclaman sus esfuerzos, aconsejan el empleo del
            fuego, cuando ya se avecinan los primeros aguaceros del año, como único medio eficaz para que renazcan vigorosos los
            pastos agotados por la sequía y para destruir el gusano y los garrapatales arruinadores del ganado, y es costumbre, casi
            obligación de solidaridad, que todo llanero le pegue candela a los pajonales secos que encuentre a su paso, así
            pertenezcan a fincas ajenas.

               Pero Santos no había permitido que se hicieran tales quemas en Altamira, por considerar perjudicial el rudimentario
            procedimiento del fuego, y contra las opiniones de Antonio Sandoval se empeñó en hacer la experiencia de recurrir a la
            rotación de los rebaños, para acabar con los garrapatales, y de esperar a que los pastos se renovasen por sí solos cuando
            comenzaran las lluvias, para comparar los resultados, mientras estudiaba la manera de introducir un sistema racional de
            cultivos de las praderas.

               Debido a esto, seco todo Altamira, el fuego tenía que propagarse con violencia, y, en efecto, a poco, el rojo anillo se
            corrió por el horizonte, y cundió en obra de momentos por todo el vasto paño de sabana. Los chaparrales oponían acá y
            allá una desesperada resistencia; pero se precipitaban sobre ellos las llamas girando y silbando enfurecidas, se
            encrespaban en la refriega, se empenachaban de negras humaredas, resonaba el tiroteo del estallido de los bejucos, y
            cuando ya aquel núcleo de resistencia había desaparecido, el fuego victorioso volvía a cerrar filas y proseguía el avance
            rápido, amenazando rodear las casas. Éstas no corrían peligro, gracias a los contrafuegos naturales de los medanales y

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