Page 89 - Doña Bárbara
P. 89
D Do oñ ña a B Bá ár rb ba ar ra a: :: : V VI II I. . M Mi ie el l d de e a ar ri ic ca as s R Ró óm mu ul lo o G Ga al ll le eg go os s
–¿Miedo? Les salí al encuentro, gritándoles: «¡Fuera de aquí, atrevidos! ¿Por qué se meten sin pedir permiso? Ya les
voy a soltar los perros.» ¡Los pobrecitos! Eran unos indios mansos que andaban recogiendo changuango por la sabana y
se acercaron a la casa a pedir sal y papelón. Tú sabes que para ellos no hay mejor regalo que un pedazo de papelón.
Pero ¡ay si se le da a uno más que a otro! Es necesario repartírselo por igual. Pero yo haciéndome la brava: «¡Cochinos!
¡Atrevidos! Ojalá vinieran los cuibas que andan por ahí.» Fue como si les hubiera nombrado el diablo. Pelaron los ojos
y me preguntaron: «¿Comadre, tú has visto cuibas?» Pero... ¿Por qué te cuento esto? ¡Ah! Ya sé. Si hubieras visto lo
preocupado que se puso Santos cuando supo que los indios me habían sorprendido sola en casa. Hasta en la noche,
tomándome las lecciones, todavía estaba pensativo.
Genoveva se la queda mirando en silencio. Ella se azora y sonríe.
–No. No es lo que te imaginas. No hay nada de eso. ¡Jesús! ¿Qué me ves tanto, mujer?
–Que estás muy bonita. Aunque no te cogerá de sorpresa, porque ya te lo habrán dicho bastante.
–Pues, para que veas: ni por ahí te pudras.
–No lo creo. Hoy, por lo menos, alguna flor te han echado.
–Las que acabas de echarme tú. Lo que me dice es que soy muy inteligente. Ya me tiene fastidiada de oírselo. A
veces me dan ganas de no estudiar las lecciones, a ver si así cambia el tono. Pero ¿qué tanto me ves, chica?
–El camisón, que te queda muy bien.
–Con tus favores. Pero no te creas que no sé lo que estás pensando.
En seguida cuenta lo de los dibujos de Santos, y ambas ríen durante largo rato del «garrufío que tenía en el cuello la
muñeca que él pintó». Luego, Genoveva baja la vista, tamborilea con los dedos sobre la mesa y al cabo de un rato dice:
–Qué afortunada eres, a pesar de todo.
–¡Hum! –hace Marisela–. ¡Cuidado, pues!
–¿Cuidado de qué?
–Tú sabes lo que quiero decirte.
–Yo, ¿qué voy a saber, mujer?
–No seas hipócrita. Confiésame. Tú también estás enamorada de él.
–¡Enamorada del doctor una percusia como yo! –exclama Genoveva–. ¿Estás loca, mujer? Es un mozo muy
simpático, pero no se ha hecho la miel para el burro.
Y Marisela, preguntando lo que le han dicho, sólo por el placer de decirlo ella también:
–¿Verdad que es muy simpático?
Pero involuntariamente sus palabras han tenido la entonación con que se habla del bien imposible, y al oírse,
advierte que ella también se ha estado haciendo ilusiones, pues todo, menos amor, podía revelar la conducta de Santos
para con ella: severidad de padre o maestro, cuando le daba consejos o le hacía advertencias, o camaradería de hermano
mayor cuando estaba de humor chancero, y si a veces, por quedarse mirándolo ella en silencio, él también callaba y la
miraba a los ojos, la sonrisa que se dibujaba en su rostro tenía tal aire de superioridad, que la dulce zozobra de amor se
le convertía a ella en vergüenza. Además, y especialmente durante aquellos últimos días, Santos no hablaba en la mesa
sino de sus amigas de Caracas, ya no para proponérselas como ejemplos, sino para deleitarse recordándolas, sobre todo
a una, Luisana Lujan, cuyo nombre no pronunciaba sin que en seguida no se quedara pensativo.
–Yo también digo como tú, Genoveva: no se ha hecho la miel para el burro.
Y ahora son dos quienes tamborilean sobre la mesa, mientras las aricas que revolotean por allí se van apoderando de
los panales, a cuya picante dulzura ya no acuden los dedos golosos.
Carraspea Marisela, disimulando nudos de llanto, y Genoveva pregunta:
–¿Qué te pasa, mujer?
89