Page 88 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II I. .   M Mi ie el l   d de e   a ar ri ic ca as s                                  R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               En efecto, de pronto el saurio volvió la cabeza y se quedó mirando aquello que flotaba a flor de agua. Tres rifles
            apuntaron desde la playa, poniendo al azar de una mala puntería la vida de los hombres próximos a la fiera, y ya ésta iba
            a sumergirse de nuevo, cuando un brusco vaivén de las taparas indicó que Pajarote y María Nieves las abandonaban,

            jugando el todo por el todo, para lanzarse al asalto, que era la única esperanza de salvación que ya les quedaba.
               Se produjo un borbollón de aguas fangosas, se agitó en convulsiones una masa enorme, se levantó varias veces en el
            aire una cauda formidable, produciendo un estruendo al caer sobre el agua, y, finalmente, el caimán se volteó y se
            quedó inmóvil, a flote la blanca panza descomunal, sangrantes los codillos alanceados, a tiempo que Pajarote y María
            Nieves sacaban por allí las cabezas, exclamando:
               –¡Dios y hombre!
               Y un clamor unánime en la orilla celebrando la proeza:

               –¡Se acabó el espanto del Bramador!
               –Así se irán acabando todas las brujerías de El Miedo, porque ahora aquí tenemos la contra.

                                                    V VI II I. .   M MI IE EL L   D DE E   A AR RI IC CA AS S

               El algarrobo del paso vibra como un arpa melodiosa entre el zumbido de las aricas.
               Encaramadas en las ramas donde ellas han formado sus colmenas, las nietas de Melesio las ahuyentan con el humo
            pestilente de unos mechones de sebo, y los morenos panales van pasando de las manos de los muchachos a las de sus
            hermanas, reunidas al pie del árbol.

               Huyen todas lanzando agudos chillidos si a alguna se le enreda entre el cabello una abeja furiosa; pero luego
            vuelven muertas de risa y disputándose la golosina dulce y picante:
               –Ya tú cogiste. Ahora me toca a mí.
               –No. ¡A mí! ¡A mí!
               Son siete las que están disputándose los panales, porque Genoveva, la mayor, se ha quedado conversando con

            Marisela en el caney donde están los bancos en torno a la mesa. Mejor dicho, con los codos sobre ésta y la cara entre las
            manos, se ha quedado oyendo lo que le cuenta Marisela.
               –De mañanita me levanto a bañarme. ¡Sabrosa esa agua friita! Si oyeras el alboroto que se forma, porque mientras el
            agua me cae encima, yo estoy canta que canta, y junto conmigo, los gallos y las gallinas, y los patos y las guacharacas,
            que se paran en el samán. Después me voy a la cocina a ver si ya han colado el café, y en cuanto Santos sale de su
            cuarto, ya le estoy llevando una taza del más tinto, cerrero, porque así es cómo le gusta. Después a arreglar la casa. Las
            manos me quedan ardiendo de tanto darle a la escoba. Si hay que remendar, remiendo, y luego me pongo a estudiar las
            lecciones. Ya cuando va a ser la hora de que él regrese de la sabana, me meto otra vez a la cocina a prepararle su

            comida, porque le tiene asco a la cocinera y no come sino lo que yo le preparo. Es maniático con la limpieza. Tengo que
            estar todo el día detrás de las moscas y espantando las gallinas para que no se metan en la casa. Ya las tengo
            acostumbradas a poner en sus nidales. Siempre trae flores de la sabana; pero ya los floreros están llenos con las que yo
            recojo por los alrededores de la casa. Al principio yo quería poner flores hasta en el techo. ¡Y ese abajero dentro de la
            casa! ¡La carcajada que soltó cuando vio aquello! Yo me puse brava, pero después comprendí que tenía razón. ¡Ah!

            ¿Qué te cuento, chica? ¿No sabes que ayer se me metieron los indios en la casa? Yo estaba íngrima y sola en ese
            momento, porque él se había ido con papá y los peones, y las mujeres de la cocina estaban lavando en el cañito. Cuando
            de pronto oigo que dicen: «Comadre, amarra tus perros.» Me asomo, y veo que son como unos veinte yaruros que se
            han metido en la sala, muy si señores. Ya tenían sus flechas en los rincones y para dentro era que iban.
               –¿Y no te dio miedo, mujer?



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