Page 95 - Doña Bárbara
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Amareña, que no había tomado parte en la vaquería por estar situado a gran distancia de Altamira, Balbino Paiba
comenzó a apartarlos.
Santos Luzardo presenciaba la operación, sin proferir una palabra; pero cada vez que pasaba una res amareña, le
miraba el hierro y, en seguida, el que ostentaba el caballo que montaba Paiba. Éste se impacientó al cabo y lo interpeló:
–¿Por qué cada vez que pasa un bicho me le mira el doctor el anca al caballo?
–Porque ese caballo ha venido a correr por su hierro y no me parece que éste sea el que tienen todos los bichos que
está apartando usted.
Mas al oír sus propias palabras, le parecieron ajenas. Así se habría expresado Antonio o cualquier otro llanero
genuino; así no hablaba el hombre de la ciudad.
Balbino tuvo que dar una explicación:
–Estoy autorizado para llevarme las reses de La Amareña.
Y entonces sí replicó el hombre de la ciudad:
–Muéstreme esa autorización, pues mientras no compruebe que procede en derecho, no podrá sacar de aquí una rea
ajena.
–¿Se piensa usted quedar con ellas, entonces?
–No debería darle explicaciones a un insolente como usted –le respondió–. Pero, sin embargo, se las daré: errando
libres por la sabana han llegado hasta aquí esas reses, y así se irán hasta La Amareña si de allá no vienen a buscarlas.
–¡Caramba! –exclamó Paiba–. ¿Usted como que piensa cambiar las costumbres del Llano?
–Justamente. Eso me propongo. Acabar con ciertas costumbres del Llano.
Y Balbino Paiba tuvo que conformarse a que Santos, después de haberle quitado el negocio que pensaba hacer con
las reses altamireñas, no lo dejara ahora llevarse aquellas otras, que no eran muchas, pero algo le habrían producido, una
vez «cachapeados» los hierros como él sabía hacerlo.
*
Ya venía entrando en la manga la madrina y era el momento más emocionante. El animalaje bravío se arremolinaba
dentro de las palizadas, que se iban estrechando en embudo hasta caer en la puerta de la majada, acosado por los
caballos, que compartían el ardor del jinete en el dominio de la res, y entre la polvareda que levantaban los cascos y las
pezuñas, y por encima del estruendo del entrechocar de los cuernos, de los balidos de los mautes, de los bramidos de los
padrotes, del piafar y de las repechadas pujantes de las bestias, se alzaba la gritería ensordecedora de los vaqueros.
Atropellaban de cerca, empujando el ganado renuente a entrar en el corral, metiéndole el anca de los caballos, sin
darle espacio para las arremetidas, sosteniendo el empuje de las revueltas, lanzando el grito en el esfuerzo del
chaparrazo:
–¡Jilloo!
Terminó el encierro, corriéndose los tranqueros del corral, quedáronse los vigilantes entonando sus coplas, y los
demás se dirigieron a las casas a desensillar y bañar sus caballos.
–¡Te portaste, castaño-lucero! –díjole al suyo Pajarote, palmeándole el pescuezo–. Por tu banda no pasó ni un bicho
que no se llevara su merecido. Y eso que esta mañana te llamaron matalón los envidiosos de El Miedo. Yo lo que siento
es no haber podido descubrir quién fue el que lo dijo, para cobrárselo en tu nombre.
*
La vuelta del trabajo animaba el patio de los caneyes. Al atardecer llegaban los vaqueros en grupos bulliciosos,
empezaban a decirse algo entre sí y terminaban cantándolo en coplas, pues para cada cosa que se necesite decir hay en
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