Page 99 - Doña Bárbara
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Sólo Marisela se ha quedado sentada. Santos, que era el único que podía sacarla, porque a tanto no se atrevían los
peones, ni se le ha acercado siquiera. Él tampoco baila.
Cantan las primas entre el ronco gemido de los bordones, y las obscuras manos del arpista al recorrer las cuerdas,
son como dos negras arañas que tejen persiguiéndose. Poco a poco el golpe se va asentando en una cadencia
melancólica de música voluptuosa. Los bailadores no se mueven de un palmo de tierra, marcando el compás con la
cintura. El chischear de las maracas milagrosas tiene pausas de angustia y una vez y otra vez el cantador insiste:
Si el Santo Padre supiera
la revuelta de Chipola,
se quitaría el balandrán,
dejaría la iglesia sola.
Es el anuncio de la «revuelta» que ya está preparando el arpista. Por fin, los dedos virtuosos saltan de las primas a
los bordones, y de éstos a aquéllas, los bailadores lanzan un grito de placer satisfecho, y el joropo vuelve al movimiento
primitivo. La tierra retumba bajo el escobilleado frenético, y las parejas, sueltas en las figuras, se persiguen por entre la
confusión. Se enlazan de nuevo y otra vez revuelven las faldas en los giros finales del golpe.
Las mujeres a los bancos, y los hombres al cuarterón de aguardiente. La bebida aumenta la animación, y Pajarote
pide:
–El son del zamuro. Ramón Nolasco. Ya va a ver cosa buena, doctor. ¡Señora Casilda! ¿Dónde está la señora
Casilda? Venga acá. Hágase la muerta para que la concurrencia vea cómo este zamuro le come los plazos.
Era el son del zamuro –uno de los muchos que llevan nombres de animales– un baile con pantomima, que se toca
cuando hay algún gracioso que quiere hacer de hazmerreír. Consiste la pantomima en imitar, al compás de la música,
los grotescos movimientos que hace el zamuro antes de lanzarse al festín que le depara la res muerta en la sabana.
Pajarote tenía fama de ser el mejor bailador de zamuros de todos aquellos contornos, y, en efecto, lo ayudaba mucho lo
canilludo y desgalichado que era. En cuanto a Casilda, que en la pantomima hacía el papel de muerto, era la única
pareja que para ello podía prestarse. Siempre dispuesta a secundar las humoradas de Pajarote, no había baile donde
ellos estuvieran y no se tocara aquel golpe.
Les despejaron el caney, y el arpista rompió el son:
Zamuros de la barrosa
del alcornocal de Abajo.
Ahora verán, señores,
al diablo pasa trabajo.
Zamuros de la barrosa
del alcornocal del Frío.
Albricias pido, señores,
que ya Florentino es mío.
Eran las coplas del legendario desafío entre el diablo y el famoso cantador araucano.
Plantada en el centro del caney, rígido el cuerpo y cerrados los ojos, Casilda llevaba el compás con movimientos de
los hombros, mientras Pajarote le bailaba en torno con grotescos movimientos de los brazos y grandes zancadas, que
imitaban el batir de alas y los saltos recelosos del ave inmunda alrededor de la carroña.
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