Page 103 - Doña Bárbara
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Retiró las manos de libros y papeles, y reclinándose en el asiento, con la cabeza echada hacia atrás, prosiguió su
monólogo mental:
–Marisela no debe continuar en casa. Claro que volver al rancho del palmar, ni por un momento. Sería entregársela a
míster Danger. ¿Si ese par de tías viejas que tengo en San Francisco consintieran en recibirla? Marisela les sería muy
útil, y ellas, en cambio, le harían un gran favor. Acabarían de educarla, completarían la obra emprendida por mí, con
esos toques que a un alma de mujer sólo manos de mujer pueden darle: esa ternura que le falta, ese fondo del corazón
hasta donde yo no he podido llegar. En cuanto a Lorenzo, claro está que no voy a exigirle a mis tías que lo reciban
también. Se quedará aquí, conmigo. Ya que me lo he echado encima, con él tengo que cargar hasta el fin. Que no estará
muy distante, por lo demás. Por eso también hay que ir buscándole soluciones al problema de Marisela. Vivo Lorenzo,
aunque sea metido dentro de ese cuarto de donde ya no quiere salir ni para sentarse a la mesa, la convivencia de
Marisela conmigo está justificada; pero muerto el padre, las cosas cambiarán de aspecto. Además, Marisela será para mí
una impedimenta que no me dejará disponer de mi vida libremente. Si resuelvo, por ejemplo, regresarme a Caracas o
irme a Europa, como antes lo pensaba y ya vuelve a ocurrírseme por momentos, ¿qué hago con Marisela? Abandonarla
así como así no sería humano. Hasta cierto punto, yo he contraído un deber moral al emprender la obra de su educación,
he cambiado el destino de un alma. Ella era la presa que ya míster Danger había elegido, y por ese camino iba a seguir
los pasos de la madre. ¿Voy a decirle ahora: revuélvete, sigue por donde ibas?
Enciende el cigarrillo. Grato es pensar mirando desvanecerse el humo en el aire, sobre todo cuando los
pensamientos se van desvaneciendo a medida que son formulados.
–¡Nada! La única solución es que las tías consientan en recibir a Marisela. Pero antes hay que preparar el terreno. Ya
me imagino la exclamación al terminar la carta: «¡Una hija de la Dañera en casa!» Explicarles el caso y persuadirlas de
que pueden recibirla sin escrúpulos de conciencia ni temor de maleficios.
Tira el cigarrillo, que ha dado de pronto un humo amargo, y con movimientos de atención ausente de ellos se pone a
arreglar los papeles de modo que no sobresalgan uno del otro, mientras se dice, ya no mentalmente, sino con palabras
emitidas:
–Pero, para ir a San Francisco es necesario esperar a que termine la vaquería. Por ahora no puedo moverme de aquí.
Entretanto, si a la casa de El Bruscal se le pudieran hacer reparaciones, allí podría vivir Lorenzo con su hija.
Llama:
–¡Antonio!
–Antonio no está por aquí –responde por allá Marisela.
Y –¡cosa extraña!– el problema ha desaparecido de pronto, o por lo menos, la necesidad apremiante de resolverlo en
seguida.
¿Acaso, con lo que había descubierto la noche anterior, al sacar a Marisela a bailar, habían cambiado realmente las
cosas? ¿La ingenuidad misma de aquella tácita confesión de amor que ella hiciera al decirle «¡antipático!» no le daba al
amor de Marisela un carácter especial, cierta diafanidad de sentimientos infantiles, ante los cuales resultaban
desproporcionados sus escrúpulos?
Quizá, también, la clara voz que le había respondido por allá dentro, hízole pensar involuntariamente en días
venideros de casa sola y silenciosa.
Esto o aquello, o ambas cosas a la vez, lo cierto fue que Santos Luzardo concluyó así sus reflexiones:
–¡Hombre! Bien está que me ocupe en buscarle una solución al problema, pero no con tanta prisa. Un poco más, y
resulto tan timorato como mis tías. ¿Qué inconveniente hay en que Marisela viva bajo el mismo techo que yo, próxima
y lejana, como hasta ahora ha vivido? Hasta cierto punto esto le añadiría un encanto mayor a la vida: un amor que no
exija sino la mutua conciencia de que existe, que no cambie las cosas ni él tampoco pueda ser modificado por ellas.
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