Page 105 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI I. .   S So ol lu uc ci io on ne es s   i im ma ag gi in na ar ri ia as s                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               –Pero hable usted también, hombre de Dios.
               –¿Al mismo tiempo que tú? Verdaderamente, tendré que resignarme a hacerlo así.
               –¡Exagerado! Esta mañana, en el almuerzo, fue usted solo quien habló.

               –Pero como si tal cosa, porque tú en otras muy distintas estabas pensando. Te pondría en un apuro si te preguntara
            qué te dije.
               –¡Miren qué gracia! ¿A que usted tampoco puede repetir lo que yo he dicho ahora?
               –También es cierto. Pero no porque no te haya prestado atención, sino porque es imposible seguir el hilo de tu
            discurso. Saltas de un tema a otro con una rapidez vertiginosa.
               –¿Entonces, todo lo que uno hable deben ser discursos?
               –Verdaderamente, resultaría fastidioso. Como lo estuve yo esta mañana.

               –No he querido decirle eso, sino que cada uno tiene su manera de pensar, y así como piensa, habla. Usted puede
            estar hablando dos horas seguidas, como un aguacerito blanco.
               –Gracias por el símil. No me has dicho fastidioso.
               –No es eso, señor. Quise decir: sin que hable de la misma cosa, y al mismo tiempo sin que se vea que va cambiando
            el asunto. Mi manera es otra.

               –Sí. Tu conversación podría compararse a una serie de chaparrones, uno tras otro. Pero aguaceros con sol. Para
            devolverte la metáfora con una galantería.
               –¿El diablo y su mujer peleando? Pero nosotros no peleamos. ¡Ay! ¿Qué he dicho?
               Se sonroja y suelta la risa.
               –Claro está –dícele Santos, mientras la contempla sonriente–. Como que ni yo soy el diablo...
               Pero ella no lo deja concluir:
               –¿Sabe?
               –¿Qué?

               –Ya se me olvidó lo que iba a contarle.
               Y como Santos sigue contemplándola, exclama:
               –¡Ah, sí! –pero en seguida vuelve a hacer el gesto de olvido, que era pura ficción, recurso de disimulo.
               Santos la imita, exclamando:
               –¡Ah! No.

               ¡Qué linda se estaba poniendo! ¡Todos los días más! No obstante, él se engolfa de pronto en uno de aquellos
            discursos deliberadamente fundados sobre temas áridos o abstrusos que tenían por objeto aburrirla o interesarla
            intelectualmente, remedios heroicos, ambos, contra el amor.
               Pero ella, ni se aburría ni tampoco podía interesarse de aquella manera. Mientras él hablaba no le quitaba la vista:
            mas, entretanto, iba pensando todo que se le viniera a la mente.
               A lo mejor, interrumpió:
               –¿Sabe? ¿La venadita que me regaló? No era ninguna bendita: va a tener venaditos.

               Santos responde cualquier cosa y sigue comiendo en silencio; mas, de pronto, suelta la risa. Ella no se explica
            aquella hilaridad y se lo queda mirando extrañada. Al fin cae en malicia y las mejillas se le enrojecen, mientras, por
            disimular, busca de prisa algo que obligue a pensar en otra cosa; pero lo que se le viene a la boca, de golpe, también es
            la risa, y ya no hay manera de que Santos logre cambiar la situación, pues en cuanto comienza a decir algo, ella suelta la
            carcajada, y él concluye imitándola.
               Pero el reír malicioso de Marisela era algo tan diáfano como lo había sido la frase inocente, tan ajeno a la moral

            como el pecado de la venadita.

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