Page 107 - Doña Bárbara
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destinada al mismo uso, y se dio cuenta de que en la quesera actual todo iba a hacerse como en la antigua, mediante los
rutinarios procedimientos de una industria primitiva, se avergonzó de sí mismo. ¿Sería acaso así como Altamira se
convertiría en un fundo moderno –palabras suyas cuando decidió dedicarse al hato–, dotado de todos los adelantos de la
industria pecuaria en los países civilizados?
–Así es como se trabaja de queseras por aquí –replicó Antonio–. Con lo que da el mismo llano: palos de caramacate
o macanilla, hojas de palma, cueros de res.
–Y rutina de siglos –agregó Santos–. Milagro que todavía exista el ganado, que fue innovación introducida por los
colonizadores españoles. Duro es decirlo, pero el llanero no ha hecho nada por mejorar la industria. Su ideal es
convertir en oro todo el dinero que le caiga en las manos, meterlo en una mucura y esconderlo bajo tierra. Así hicieron
mis antepasados, y así haré yo también, porque esta tierra es un mollejón que le embota el filo a la voluntad más
templada. Con esto de la quesera, y así pasa con todo, otra vez empezaremos por donde mismo estábamos hace veinte
años. Entretanto, la cría degenera por falta de cruzamientos y por exceso de plagas que la diezman. Todavía se pretende
curar el gusano con oraciones, y como los brujos abundan y hasta los inteligentes terminan creyendo en ellos, no se
procuran remedios.
–Todo eso debe de ser como usted lo dice, doctor –repuso Antonio–. Pero póngase a cruzar ganado, ya que menta lo
del cruzamiento, que desde chiquito estoy oyendo decir que se necesita. ¿Para que se lo coman los revolucionarios?
Déjelo criollo purito, doctor, porque entonces, como la carne será más sabrosa, habrá más revoluciones. Y otras cosas
que no son la guerra; pero que se le parecen mucho, verbigracia las autoridades, que todo se lo quieren coger.
–Sofismas –replicó Santos–. Justificaciones de la indolencia del indio que llevamos en la sangre. Por todo eso,
precisamente, es necesario civilizar la llanura: acabar con el empírico y con el cacique, ponerle término al cruzarse de
brazos ante la naturaleza y el hombre.
–Ya habrá tiempo para todo –concluyó Antonio–. Por ahora, así como está, la quesera dará sus resultados. Sólo con
que se amanse el ganado, ya vamos ganando bastante. El todo es que logremos empadronarla ligero.
Muy práctico en fundaciones de este género era el guariqueño Remigio, pero empadronar una quesera con ganado
tan salvaje como el de Altamira era empresa muy ardua.
–Maravilla. Maravilla. Maravilla.
–Punto Negro. Punto Negro. Punto Negro.
Y así todo el día, manoseando las vacas bravas pegadas a los botalones y sin apearles los nombres recién puestos,
para que se fueran acostumbrando a ellos.
Y en los corrales y en el pastoreo, cada vez que él o Jesusito pasaban cerca de alguna:
–Botón de oro. Botón de oro. Botón de oro.
Algunas comenzaban a aprenderlos, y se les adivinaba en la mansedumbre de los ojos mientras los escuchaban; pero
la mayor parte del rebaño tenía todavía en las pupilas inyectada la bravura intacta.
Y mientras allá en la quesera comenzaba así la civilización de la barbarie del ganado, en las cimarroneras no
descansaban los lazos.
Al choque de los vaqueros retemblaba el mastrantal bajo el tropel de los rebaños sorprendidos; pero a veces la
rochela se encrespaba, se revolvía contra las bestias, y a pesar de la destreza de los jinetes, muchas perecían en los
encontronazos o caían fulminadas por el dolor del formidable envión del orejano.
También fueron muchos los toros que murieron calambreados por el furor al sentirse dominados por el hombre, o
sucumbieron a la tristeza de la mutilación, echados dentro de la espesura de las matas, esperando la muerte por hambre
y sed, y lanzando de rato en rato mugidos sordos, al pensar en el perdido señorío del rebaño salvaje y en la vida libre y
fuera de la rochela, dentro del mastrantal inaccesible.
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