Page 112 - Doña Bárbara
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–¿Cree usted que si apuramos alcanzaremos a Juan Primito antes de que llegue?
–Aunque trocemos las bestias no lo alcanzaremos –respondió Pajarote–. Con la ventaja que nos lleva y el tamaño de
las zancadas, si no ha llegado todavía, será muy poco lo que le falte.
En efecto, en aquel momento llegaba Juan Primito a El Miedo. Encontró a doña Bárbara sentada a la mesa. Estaba
sola, pues hacía varios días que Balbino Paiba, temeroso de provocar con su presencia la ruptura ya inminente, no se
dejaba ver por allí.
–Aquí tiene lo que me encargó –dijo Juan Primito sacándose de la faltriquera el ovillo de cordel y poniéndoselo en
la mesa–. Ni le falta ni le sobra un pelito.
En seguida refirió las mañas que tuvo que darse para tomarle la medida a Luzardo.
–Bien –díjole doña Bárbara–. Puedes retirarte. Pide en la pulpería lo que quieras.
Y se quedó pensativa, contemplando aquel pedazo de cordel pringoso que tenía algo de Santos Luzardo y que debía
traerlo a caer entre sus brazos, según una de las convicciones más profundamente arraigadas en su espíritu. Ya los
apetitos se habían convertido en pasión, y puesto que el hombre deseado que debía de ir a entregársele «con sus pasos
contados» no los encaminaba hacia ella, de la tiniebla del alma supersticiosa y bruja había surgido la torva resolución de
apoderarse de él por artes de ensalmadora.
*
Entretanto, ya Marisela se acercaba a la casa. Rompiendo por fin el caviloso silencio en que hizo el trayecto, díjole a
Pajarote:
–Necesito hablar con mi madre. Llegaré sola hasta la casa. Usted se queda un poco más acá, de modo que si me veo
en un apuro, oiga cuando lo grite.
–Si así lo dispone usted, así será –respondió el peón complacido en el coraje de la muchacha–. Y no tenga cuidado
que no tendrá que gritarme dos veces.
Se detuvieron al abrigo de unos árboles. Marisela bajó del caballo y avanzó resuelta al hilo del paloapique de la
majada.
Un instante, apenas, le flaqueó la voluntad al atravesar el corredor de aquella casa que por primera vez visitaba. El
corazón parecía habérsele paralizado, y las piernas le vacilaban. Estuvo a punto de que se le escapara el grito convenido
con Pajarote; pero ya estaba en el umbral de aquella pieza, sala y comedor a la vez.
Doña Bárbara acababa de levantarse de la mesa y había pasado a la habitación contigua.
Repuesta de su turbación, Marisela adelantó la cabeza. Dio un paso y otro y otro, sigilosamente y mirando en
derredor. El golpe del corazón le retumbaba dentro del cráneo, pero ya no tenía miedo.
En la habitación de los conjuros, ante la repisa de las imágenes piadosas y de los groseros amuletos, donde ardía una
vela acabada de encender, doña Bárbara, de pie y mirando el guaral que medía la estatura de Luzardo; musitaba la
oración del ensalmamiento:
–Con dos te miro, con tres te ato: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo» ¡Hombre! Que yo te vea más
humilde ante mí que Cristo ante Pilatos.
Y deshaciendo el ovillo, se disponía a ceñirse el cordel a la cintura, cuando de pronto se lo arrebataron de las manos.
Se volvió bruscamente y se quedó paralizada por la sorpresa.
Era la primera vez que se encontraban frente a frente madre e hija desde que Lorenzo Barquero fue obligado a
abandonar aquella casa. Ya sabía doña Bárbara que Marisela era otra persona desde que estaba en Altamira, pero a la
sorpresa de la aparición intempestiva se añadió la que le produjo la hermosura de la hija, y esto no le permitió
precipitarse sobre ella a recuperar el cordel.
Ya iba a hacerlo, pasado el momentáneo desconcierto, cuando Marisela volvió a detenerla, exclamando:
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