Page 117 - Doña Bárbara
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Pero el Cabos Negros ya había encontrado manera de ejercer represalias. A poco andar, todavía en tierras de El
Miedo, divisó un hatajo tan numeroso como el que había perdido, que venía paciendo y retozando bajo la tierna luz del
amanecer.
Corrió hacia él, anunciándole al padrote, con su trémulo relincho, que iba en son de conquista. Congregó el otro
rápidamente sus yeguas y potros, que se habían dispersado por el comedero, y plantándose luego a la cabeza de ellos,
esperó el ataque. Era un rucio mosqueado.
El Cabos Negros cargó impetuoso. Le llevaba las ventajas de la alzada y del coraje duplicado por la rabia del
despojo que acababa de sufrir. Se manotearon levantando una polvareda, vibraron los relinchos y sonó el martillazo de
la dentellada del rucio en el aire; la del Cobos Negros lo había alcanzado en la tabla del pescuezo. Una segunda
arremetida, buscando la nuca, y otra encima sin darle tiempo de rehacerse. Ya el rucio comenzaba a despernancarse en
las atropelladas, y por fin alcanzado donde el otro quería morderlo. Lo sacudió con furia. Al fin el rucio logró zafarse y
emprendió la fuga.
El Cabos Negros lo persiguió un buen trecho y luego se revolvió contra la yeguada, que había presenciado la lucha
sin moverse del sitio. Cargó sobre ellas, rodeándolas y mostrándoles los dientes y así las fue arreando hasta donde había
dejado sus potrancas, e incorporadas éstas al nuevo hatajo, rumbeó hacia la querencia de los comederos de Altamira.
El rucio lo fue siguiendo un rato desde lejos; pero al fin se quedó parado en medio de la sabana hasta que vio
disiparse en el horizonte la polvareda que levantaba su perdido hatajo.
Algunas noches después, en su tarea de llevarse todas las yeguadas de Altamira, el Brujeador trasnochó una que le
dio mucho que hacer, porque el padrote guiaba por la llanura abierta, evitando la proximidad de las matas, a galopes
largos, y además se había metido una niebla espesa que no permitía ver aun a corta distancia. Cuando empezó a clarear
el día, el hatajo se hallaba en el mismo sitio de donde había sido levantado, y Melquíades se dio cuenta de que el
padrote era el Cabos Negros, que ya se había «bellaqueado».
Era la primera vez que al Brujeador lo engañaba un caballo, y como esto le pareciese de mal augurio, fue a
referírselo a doña Bárbara.
Ella también lo interpretó así: «Las cosas vuelven al lugar de donde salieron», había dicho «el Socio».
Sin embargo, replicó encolerizada:
–¿Usted también, Melquíades? ¿Que el hatajo se le revolvió sin que se diera cuenta? ¡Cómo se conoce que en
Altamira está ahora un hombre que no le teme a los espantos de la sabana!
Estas palabras traslucían la confusión de sentimientos que reinaba en su espíritu. Melquíades las oyó sin alterarse y
luego replicó:
–Cuando usted se quiera convencer de que Melquíades Gamarra no le tiene miedo a otro hombre, no tiene sino que
decirle: Tráigamelo, vivo o muerto.
Y le volvió la espalda.
Doña Bárbara se quedó pensativa, como si tratara de hacerle sitio a un nuevo designio dentro de sus tempestuosos
sentimientos.
I II I. . L LA AS S T TO OL LV VA AN NE ER RA AS S
No aquéllas, retozo del viento en los médanos, que una vez le arrancaron a Santos Luzardo una exclamación
ilusionada, sino otras, las malas trombas, las que se llevan las esperanzas.
Ya Marisela no es el alma traviesa y risueña de la casa. Cabizbaja regresó de El Miedo aquella noche, y fue inútil
que Santos, después de haberla reprendido, tratara de reanimarla diciéndole:
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