Page 116 - Doña Bárbara
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               En Rincón Hondo, en una represión de la sabana, encontró el Brujeador el hatajo que indicara el mayordomo. Era
            muy numeroso y dormía al raso, confiado en el oído vigilante del padrote.

               Éste lanzó un relincho al sentir la proximidad del hombre, y las yeguas y los potros se enderezaron rápidamente.
            Melquíades lo espantó de manera que huyese hacia los lados de El Miedo.
               Excitadas por el fulgor alucinante con que las lunas llaneras perturban los sentidos, desveladas y perseguidas por el
            jinete silencioso que les inspiraba terror con su insistencia de sombra, las bestias comenzaron a galopar por la llanura,
            mientras Melquíades, calada la manta para abrigarse del relente, las seguía al trote sosegado de la suya, seguro de que
            más adelante iban a detenerse, creyéndose libres ya de la persecución.
               En efecto, así sucedía. Al principio, cuando les daba alcance, las encontraba ya echadas otra vez; pero a cada uno de

            estos encuentros iba aumentando el terror de la yeguada, y ya no se atrevían a echarse, sino se detenían simplemente.
            Las yeguas y los potros en un grupo inmóvil detrás del padrote, y con los pescuezos estirados y las orejas erectas, todos
            miraban hacia aquella sombra que venía acercándose despacio, silenciosa, enorme. Y así durante toda la noche.
               Ya empezaba a despuntar el día, cuando Melquíades logró encaminar el hatajo por un rincón de sabana, en cuyo
            extremo, disimulada entre las orillas del monte del boquete, que parecía ser la salida de la angosta culata, estaba la

            manga del corral falso. Para que se precipitara por aquella única salida sin recelar el engaño, lo atropello corriéndolo y
            gritándolo.
               Ya el hatajo había caído dentro de la manga en pos del padrote; pero éste, como advirtiese un trozo de palizada mal
            disimulado entre el monte, se detuvo de pronto, y lanzando un relincho corto que la yeguada entendió, se revolvió hacia
            la sabana abierta. Mas ya el Brujeador estaba encima y pudo atravesar la desbandada. Sólo el padrote y dos potrancas
            lograron escaparse. Melquíades corrió el tranquero y se alejó de allí para que las bestias aprisionadas e inquietas fueran
            sosegándose.
               Cuando ya se marchaba vio al padrote en el extremo opuesto del rincón de sabana, con el cuello erguido, mirándolo,

            desafiador. Era el Cabos Negros.
               –¡Bonito animal! –exclamó Melquíades, deteniéndose a contemplarlo–. Y buen padrote. Es el hatajo más grande que
            hasta ahora me he traído de por allá. Vamos a ver si lo puedo coger enamorándolo con sus mismas yeguas, porque como
            que tiene ganas de venir a buscarlas.
               Pero el Cobos Negros no se había detenido sino para que se le grabara en la memoria la imagen del espanto de la

            sabana, y, en habiéndolo mirado un rato, trémulo de coraje el haz de nervios bajo la piel luciente, rojas las pupilas,
            dilatados los belfos, volvió grupa y se fue con las potrancas que lo acompañaban.
               –Ése vuelve –se dijo Melquíades–. Pero que venga otro de allá a ponerle el veladero. Yo hice ya lo que me
            correspondía y ahora me toca dormir.
               El corral falso estaba en tierras de El Miedo y no muy lejos de las casas. Llegando a ellas, Melquíades se encontró
            con Balbino, que estaba esperándolo para hacerle olvidar la imprudente proposición de la víspera, antes de que le
            llevase el cuento a doña Bárbara. Lo recibió con demostraciones de una afabilidad inusitada entre ambos.

               Pero Melquíades le respondió con la sequedad habitual de las escasas palabras que se dignaba dirigirle.
               –Mande unos peones para que le pongan un lazo al padrote, que logró escaparse, y como que tiene ganas de venir a
            buscar sus yeguas. Vale la pena tratar de ponerse en él porque es un caballo muy bonito que a la señora le gustará para
            su silla.
               Más le estaba gustando ya a Balbino para la suya, sin conocerlo todavía. E inmediatamente se encaminó al corral
            falso a armarle el lazo.




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