Page 120 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   I II I. .   L La as s   t to ol lv va an ne er ra as s                                  R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               –Vengo a ponerlo en cuenta de que anoche el tigre me mató al nietecito. Los ordeñadores se habían ido para un
            joropo, y estábamos solos en la quesera Jesusito y yo. Cuando me disperté al grito del muchachito, ya el tigre me lo
            había degollado de un zarpazo. Pude alancearlo, y allá amanecieron muertos los dos: Jesusito y el tigre. Vengo a

            ponerlo en cuenta de que ya no tengo para quién trabajar.
               –Suelte la quesera, Remigio. Aquí no hay quien pueda encargarse de ella. Que se quede salvaje el ganado.

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               Terminó la recolecta de la pluma, y Antonio le comunicó el resultado.
               –Dos arrobas. Ahora sí podrá darse el gusto de la cerca. Con el precio que hoy tiene la pluma, más de veinte mil
            pesos le van a entrar. Si usted no dispone otra cosa, la voy a mandar con Carmelito. Él mismo puede comprar en San
            Fernando el alambre de púas que se necesita para la cerca, que ya lo tengo calculado. En el ínterin podemos proceder a
            plantar otra vez la posteadura que destruyeron las candelas. Digo, si todavía piensa en eso.

               Era la idea del civilizador, germinando ya en el cerebro del hombre de la rutina. Antonio Sandoval, convencido de la
            necesidad de la cerca, era un comienzo de obra, y Santos volvió a sus animosos proyectos, postergados por la perentoria
            atención de las faenas cotidianas.
               Días después aparecieron a la vista dos jinetes.
               –Esa no es gente de por estos lados –observó Pajarote–
               –¿Quiénes serán? –se preguntó Venancio.
               –Ellos lo dirán cuando lleguen, porque para acá vienen rumbeando –concluyó Antonio.

               Llegaron los forasteros. Uno de ellos traía una bestia arrebiatada.
               –Esa bestia es la de Carmelito –se dijeron los altamireños, a tiempo que Santos salía al corredor.
               –¿Es usted el doctor Luzardo? –inquirió uno de los recién llegados–. Venimos a traerle una noticia desagradable de
            parte del general Pernalete, Jefe Civil del Distrito. Allá, por los lados del hato de El Totumo, en un chaparral, fue
            hallado muerto un hombre que parece que era de aquí. No se le pudo reconocer, porque ya estaba corrompido y medio

            comido por los zamuros, pero más después fue visto por la sabana este caballo aperado que tiene el hierro de usted. El
            general nos ha mandado a traérselo y a darle el parte.
               –¡Asesinaron a Carmelito! –exclamó Antonio, con rabioso dolor.
               –¿Y el compañero del amo de esa bestia, que era hermano de él? ¿Y las plumas de garza que llevaban, qué se
            hicieron? –interrogó Pajarote.
               Los mensajeros se miraron las caras.
               –Por allá no se sabe que el difunto fuera acompañado ni que llevara nada de robar. Allá se cree que fue un mal que
            le dio en medio de la sabana. Pero si ustedes dicen que el difunto llevaba cosas de robar, se lo comunicaremos al

            general, porque entonces habrá que hacer averiguaciones.
               –¿Luego aún no las han hecho? –preguntó Luzardo.
               –Ya le digo. Allá se cree...
               –Sí. No continúe. Allá se cree siempre todo lo que contribuya a que el crimen se quede impune –dijo Santos–. Pero
            esta vez no se quedará.

               Y al día siguiente partió para el pueblo cabecera del Distrito. Ya era hora de emprender la lucha para que en el
            ancho feudo de la violencia reinase algún día la justicia.
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