Page 123 - Doña Bárbara
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–¿Para que te lo cuente yo?
–No. Dispénsame. Para que me des unas luces. Para que me indiques lo que debo hacer.
–Pero, Mujiquita, ¿a estas horas todavía no lo sabes?
–¡Pero, chico!
Y el gesto de Mujiquita, al replicar así, suplicó con una elocuencia aplastante estas palabras inútiles:
–¿No sabes dónde estamos?
Llegaron al juzgado. Mujica abrió de un empellón la puerta, simplemente cerrada, y defendida por su propio
desnivel, y entraron en una sala de techumbre pajiza y paredes encaladas, donde había un escritorio, un armario, tres
sillas y una clueca echada en un rincón. Para brindarle asiento a Santos, Mujiquita llenó de polvo el recinto al sacudir el
que estaba depositado sobre una de las sillas. Se comprendía que allí nadie tenía costumbre de acudir a aquel tribunal.
Santos se sentó rendido, más que de cansancio de desaliento, por la impresión que producían aquel pueblo, aquel
juzgado y aquel juez.
Sin embargo, reaccionó, y procurando sacar todo el partido posible de Mujiquita, le explicó cómo venía Carmelito,
acompañado de su hermano Rafael, y qué cantidad de plumas llevaba para San Fernando.
Mujiquita se rascó la cabeza, y luego, tomando su sombrero, disponiéndose a salir, dijo:
–Espérame aquí un momento. Déjame ir a contarle eso al general. Él debe de estar en la Jefatura Civil. No te haré
aguardar mucho.
–Pero ¿qué tiene que ver el jefe civil en este asunto? –objetó Santos–. ¿No han transcurrido ya los días que la ley
establece para que el sumario pase al juez competente?
–¡Ah, caramba, chico! –exclamó Mujiquita, y en seguida–: Mira: el general no es malo; pero, aquí entre nos, en todo
quiere llevar la batuta. Tanto en lo civil como en lo judicial, aquí no se hace sino lo que él dispone. Al general se le
atravesó entre ceja y ceja que el hombre había muerto de un mal, como dice él. Es decir, de un síncope cardíaco. Y, a
propósito, porque todo puede suceder, ¿tú habías observado si el peón era cardíaco?
–¡Qué cardíaco de los demonios! –exclamó Santos, poniéndose de pie violentamente–. Quien va a resultarlo muy
pronto, si ya no lo estás, a fuerza de tener miedo, eres tú.
Y Mujiquita, sonriente:
–No te calientes, chico. Ponte en mi caso. Y en el del general, porque en la vida hay que tenerlo todo en cuenta. Días
antes se había recibido aquí una circular del presidente del Estado a los jefes civiles de su jurisdicción, dándoles una
enjabonada con motivo de varios crímenes que se habían cometido en despoblado, sin que se hubiese podido capturar a
los autores, y exhortándolos a cumplir mejor con sus deberes, y el general contestó que eso no era con él, porque en el
Distrito de su mando no existía la criminalidad. Yo mismo le redacté el oficio, y quedó tan satisfecho, que lo mandó a
publicar en una hoja suelta, que ya habrás visto por ahí. Todo esto lo converso contigo en grado 33, por supuesto. Como
comprenderás, en el caso de tu peón, o tus peones, mejor dicho, yo no he dejado de pasearme por la presunción del
asesinato; pero en estos momentos acabada de salir la hoja, es impolítico decir que se trata de un crimen, y...
–Y como tú, estás aquí para complacer a Ño Pernalete y no para administrar justicia... –atajó Santos.
Y Mujiquita, encogiéndose de hombros:
–Yo estoy aquí para completarles la arepa a mis hijos, que la pulpería no me la da completa –y tomando la salida–:
Aguárdame un momento. Todavía no se ha perdido todo. Déjame ir a torear mi toro.
Minutos después regresaba con cajas destempladas.
–¿No te lo dije? Yo conozco muy bien mi tercio. Al general no le ha gustado que te hayas dirigido a mí y no a él. De
modo que te aconsejo que vayas allá y te le metas bajo el ala. Así es como se consiguen las cosas con él.
Pero antes de que Luzardo pudiera protestar contra el consejo, apareció el jefe civil.
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