Page 121 - Doña Bárbara
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Apenas supo Marisela que Santos se había ausentado, decidió llevar a cabo su propósito de abandonar aquella casa
donde ya no le era posible permanecer, para regresar al rancho del palmar de La Chusmita y a la vida que allá hiciera
antes, única digna de ella, según la sentencia que ya no se le caía de los labios:
–Más vale roto que remendado.
Lorenzo Barquero acogió la idea con una decisión delirante. Ya era tiempo de ponerle fin a aquella mentira de su
regeneración moral. Su vida estaba irremediablemente destruida. Allí en el rancho del palmar volvería a entregarse a la
borrachera, allá estaba el tremedal que debía tragárselo.
–Sí. Mañana mismo nos vamos.
Y al amanecer siguiente, aprovechando la ausencia de Antonio, que no los hubiera dejado escaparse, padre e hija
cabalgaban rumbo al palmar de La Chusmita.
En silencio hicieron el trayecto, bamboleando Lorenzo al paso de su cabalgadura, sombría Marisela, y sólo cuando
llegaron a la linde del palmar, volvió ella la cabeza, y al ver que ya no se distinguían las casas de Altamira, murmuró:
–Me haré el cargo de que ha sido un sueño. Llegado que hubo al rancho, cuyo sórdido aspecto ahora repugnaba con
los delicados gustos y costumbres adquiridos en la casa de Luzardo, mientras su padre se iba a contemplar el tremedal,
como solía hacerlo antes en los intervalos de las borracheras, desensilló las bestias, que estarían allí hasta que de
Altamira fueran por ellas, y ya iba a amarrar la suya, cuando –como recordase que Carmelito había comparado su tarea
de amansarla con la que Santos había emprendido para desbastarla a ella de su cerrilidad– se le ocurrió que también la
Catira debía volver a su condición primitiva.
Le quitó el bozal, la acarició llorosa, diciéndole:
–Se acabó esto, Catira. Tú, a tu sabana, y yo a mi monte otra vez.
Y en habiendo espantado la bestia, se sentó en el brocal del pozo y dio libre curso al llanto.
La Catira correteó un poco, ensayando su libertad con prudentes escarceos, no muy segura todavía de haberla
recuperado, se revolvió en la arena, se la sacudió del blanco pelo con un estremecimiento de gozo, lanzó un relincho,
correteó un poco más para detenerse luego por allá, erguido el cuello, las orejas juntas y la cabeza vuelta hacia Marisela,
hasta que por fin se convenció de que realmente era libre, y despidiéndose de la dueña con otro relincho, se perdió de
vista por la sabana inmensa.
–Bien –se dijo Marisela–. Ahora, a recoger chamizas, como antes. El que nació para triste, ni que le canten
canciones.
Mas si la Catira podía volver a la libre vida del hatajo, no así Marisela a la simplicidad de su antigua condición
montaraz. Las necesidades del momento y las preocupaciones por el porvenir le habían complicado la vida.
Las primeras eran tantas y tan imperiosas, que al encontrarse en presencia de ellas se asustó de lo que había hecho al
regresar al rancho del palmar. No eran chamizas solamente lo que había que procurarse, sino la manera de hacer fuego
con ellas y lo que debía cocerse en ese fuego para la hora de la comida, y todo lo que faltaba en aquella vivienda, si tal
nombre pudiera dársele a la miserable zahúrda del espectro de La Barquereña. Obstruida la imaginación por la idea fija
que el despecho alimentaba: abandonar la casa de Luzardo, no previo que en el rancho de La Chusmita llegaría la hora
de comer y no habría qué, y la de dormir sin que hubiere dónde, pues ya para ella la estera no podía ser cama. Ni era
tampoco estera, de tan deshecha como estaba.
En cuanto a Lorenzo, hacia tanto tiempo que vivía fuera de la realidad, que no era posible que previese el apremio
de aquellos menesteres. Por otra parte, siempre que no le faltara aguardiente –y para eso estaba por allí míster Danger–,
de lo demás podía carecerse.
Cierto que, ahora como antes, chigas y quereveres del monte daríanles el silvestre pan de su harina, y escarbando
por los rastrojos se encontrarían yucas y topochos; pero ya el paladar rechazaba aquellos groseros alimentos, y para
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