Page 125 - Doña Bárbara
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–No era necesario que usted viniera desde tan lejos para que aquí supiéramos que el hombre venía acompañado. Y
esa es la pista que estamos siguiendo.
Pero Santos, comprendiendo que ahora iba a atrincherarse en la presunción de que hubiera sido Rafael el asesino de
Carmelito, se apresuró a replicar:
–El compañero era hermano de Carmelito, ambas personas de toda mi confianza, y yo no vacilo en afirmar que
también fue asesinado.
–Una cosa es que usted lo diga, y otra que resulte verdad –repuso Ño Pernalete, sintiéndose acorralado en el nuevo
desacierto, y después de repetirle al cariacontecido juez: «Ya lo sabe, bachiller Mujica. ¡No me alborote el avispero!»,
abandonó el juzgado, dejando en pos de sí un silencio que era indignación en Luzardo y miedo en Mujiquita, pero tan
absoluto, que permitía percibir los suaves golpecitos con que los pollos que estaba sacando la clueca echada en el rincón
comenzaban a romper las cáscaras para lanzarse a disfrutar de aquel mundo de delicias.
Luego Mujiquita, previo un vistazo a la calle para cerciorarse de si Ño Pernalete se había marchado de veras:
–¿Dos arrobas dices tú que eran las plumas que traían los peones? Como unos veinte mil pesos, ¿verdad?... Pero eso
no está perdido, Santos. El que tenga en su poder esas plumas tratará de salir de ellas ligero por lo que le den, y por ahí
se descubrirá la cosa.
Pero Santos no atendía sino a sus propias reflexiones y las expresó así, poniéndose de pie para retirarse:
–Si en vez de llevarme a Caracas, mi madre me hubiera dejado por aquí, aprendiendo la ortografía del cuento de Ño
Pernalete, yo no sería hoy el doctor, sino el coronel Santos Luzardo por lo menos, par de este bárbaro, y él no se habría
atrevido a hablarme con la insolencia que lo ha hecho.
–Te voy a decir, chico –insinuó Mujiquita–. El general no es tan...
Pero no se atrevió a continuar, tal fue la mirada que le dirigió Santos Luzardo, y concluyó:
–Bueno, chico. Vamos a pegarnos un palo, que la otra vez ni tiempo tuve de invitarte.
Tal proposición, en aquellos momentos, revelaba un cinismo absoluto, y Santos, después de mirarlo de arriba abajo,
dijo:
–También es verdad que no existirían Ño Pernaletes si no existieran...
Iba a decir: Mujiquitas, pero comprendió que aquel infeliz era también una víctima de la barbarie devoradora de
hombres, y con la ira ya trocada en compasión le respondió a su invitación de inconsciente:
–No, Mujiquita. Todavía no empezaré a beber aguardiente.
El antiguo condiscípulo se le quedó mirando con aquel mismo aire de incomprensión de cuando él trataba de
explicarle las lecciones de Derecho Romano, y luego, sonriendo de una manera incierta:
–¡Ah, Santos Luzardo! Tú no has cambiado en nada, chico. Tengo tantas ganas de echar una conversación larga
contigo... Para recordar aquellos tiempos, chico. ¿No te irás todavía, por supuesto? No, chico. No vayas a coger camino
ahora. Déjalo para mañana. Descansa ahora un rato y luego voy a buscarte a la posada. No te acompaño hasta allí
porque tengo que despachar un asunto urgente.
Y cuando Luzardo cruzó la esquina, cerró el Juzgado y se dirigió a la Jefatura Civil a explorar el ánimo de Ño
Pernalete respecto a él.
Lo encontró solo y muy agitado, paseándose de un extremo a otro del despacho y monologando:
–Por algo no me gustó el doctorcito ese desde que lo vi por primera vez. ¡Esos picapleitos! En la cárcel los tendría
yo a toditos.
–Mujiquita –díjole al verlo aparecer–. Tráigame acá el sumario de la... berenjena esa del muerto del Totumo.
Mujiquita fue y vino con el legajo. Todavía Ño Pernalete se paseaba.
–Léame eso a ver cómo sucedió. Salte los preámbulos hasta donde dice cómo se encontró el cadáver.
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