Page 130 - Doña Bárbara
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               Estaba la casa en el mismo sitio donde mandara a reponerla doña Bárbara, pero no donde en estricta justicia debería
            estar, pues también había sido arbitraria la decisión del juez al establecer aquel lindero.
               Hallábanse los dos Mondragones, supervivientes de aquella temible trinidad de hermanos, entretenidos en apacible

            plática, meciéndose en sus chinchorros, cuando Santos, sin darles tiempo a que se armasen, les intimó la rendición.
            Cruzaron entre sí una mirada de inteligencia, y el apodado Tigre dijo con alevosa mansedumbre:
               –Está bien, doctor Luzardo. Ya estamos rendidos. ¿Qué hacemos ahora?
               –Pegarle fuego a la casa –y arrojándole a los pies una caja de fósforos–. ¡Vamos!
               La orden era imperiosa, y a los Mondragones no se les escapó pensar que quien se la daba era un Luzardo, hombres
            que nunca habían esgrimido un arma para amenazas que no se cumplieran.
               –¡Caramba, doctor! –exclamó el León–. Esta casa no es de nosotros, y si le pegamos fuego, nos la va a cobrar doña

            Bárbara con daños y perjuicios.
               –Eso corre de mi cuenta –respondió Santos–. Procedan sin chistar.
               En esto, el Tigre había logrado escurrirse hacia el sitio donde estaba un rifle, y ya se abalanzaba a cogerlo, cuando
            un disparo certero de Luzardo, alcanzándolo en un muslo, lo derribó por tierra, profiriendo una maldición.
               Con un arrebato impetuoso, el hermano intentó abalanzarse sobre Luzardo, pero lo contuvo el revólver que lo

            apuntaba al pecho, en la diestra cuya eficiencia ya habían experimentado, y volviéndose al hermano, lívido de ira
            impotente, díjole:
               –Ya se nos presentará la oportunidad de cobrarnos ésta, hermano. Levántese del suelo y ayúdeme a pegarle fuego a
            la casa. Cada hombre tiene su hora, y el doctor Luzardo está desgastando la suya. Luego vendrá la de nosotros. Tome la
            mitad de estos fósforos, y usted por esa punta y yo por esta, hagamos lo que nos mandan. Que bien merecido lo tenemos
            por habernos dejado coger desprevenidos.
               Aplicado el fuego a las barbas de la techumbre pajiza, el viento de la sabana lo convirtió pronto en una llamarada
            rabiosa que destruyó en instantes aquella casa, que no era sino un techo sobre cuatro horcones.

               –Bueno –volvió a hablar el León–. Ya la casa está ardiendo como usted quería. Ahora, ¿qué más se le ocurre?
               –Ahora se echa usted encima a su hermano y marcha por delante de mí. Lo demás se lo diré en Altamira.
               Volvieron a mirarse los Mondragones, y como a ninguno de los dos le parecía que el otro estuviese dispuesto a
            jugarse la vida con una temeraria resistencia, pues además de que Luzardo les llevaba las ventajas de estar a caballo y
            armado, tenía pintado en el rostro el aire de las resoluciones extremas, el herido dijo:

               –No hay necesidad de que me cargue, hermano. Yo voy a pie, así me sangro por el camino.
               Oriundos de los llanos barineses, en donde habían cometido crímenes que la fuga al Arauca y el amparo que les
            brindó doña Bárbara dejaron impunes, ahora iban a purgarlos, pues Santos se proponía remitírselos a las autoridades de
            aquella región, y así se lo manifestó cuando llegaron a Altamira.
               –Usted sabrá lo que hace –repuso el León–. Ya le digo, está en su hora.
               Y como Santos, sin hacer caso de la altanería de tales palabras, le ordenase a Antonio que curara al herido, éste
            replicó:

               –No se moleste, doctor. La sangre que he botado no era sino la que me sobraba. Ahora es que estoy en mi peso.
               A lo cual intervino Pajarote.
               –Pues así no habrá que arrearlo mucho por el camino.
               Y, bravuconada por bravuconada, dirigiéndose a Luzardo:
               –Déjeme a mí esa comisioncita, doctor. Yo le respondo de estos hombres. Dos piazos de sogas para amarrarlos codo
            con codo es lo que necesito. Lo demás lo pongo yo. Y, ¡ah, malhaya!, esté el hombre tan livianito como dice, para ver si

            se le ocurre correr. Supongo que usted los va a mandar con un papel, y si es así, vaya escribiéndolo de una vez, porque

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