Page 131 - Doña Bárbara
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            es ya que los voy a estar arreando por delante. No es bueno dejarlo para mañana. Aunque no creo que se atrevan los
            otros fustaneros a venir esta noche por estos dos. ¡Ni malo que sería! Si yo pudiera partirme en dos piazos, con la mitad
            me llevaba por delante a estos faramalleros y con la otra esperaba aquí a los que vinieran por ellos de El Miedo. Pero

            aquí no hago falta, porque ya usted ha demostrado que con un altamireño basta y sobra para arrear por delante a dos
            miedosos, y a ese tono van a cantar todos los del lado de acá.

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               Hacía rato que había entrado en la casa y todavía no se había dado cuenta de que Marisela y su padre no estaban allí.
               –Se fueron en cuanto usted partió para el pueblo –explicó Antonio–. La idea fue de Marisela, y perdí mi tiempo
            yendo a buscarla. Por nada quiso venirse.
               –Es lo mejor que ha podido ocurrírsele –dijo Santos–. Ahora estamos en otro camino.
               Y en seguida ordenó proceder, al día siguiente, a levantar la palizada de Corozalito, que míster Danger venía

            aplazando, valido del ardid que le aconsejara Ño Pernalete.
               –¿A pesar de aquel documento que le mostró míster Danger? –inquirió Antonio, al cabo de una corta pausa.
               –A pesar de todo, y contra todo lo que se oponga. Al atropello, con el atropello. Esa es la ley de esta tierra.
               Antonio volvió a quedarse pensativo. Luego dijo:
               –No tengo nada que decirle, doctor. Por el camino que usted se eche, ya sabe que detrás voy yo.
               Pero se retiró, diciéndose mentalmente:
               «No me gusta ver a Santos en ese tono. Ojalá sean aguaceros de verano.»

               Aquella noche, mientras los perros raboteaban en torno a la mesa, una mujer que apestaba a pringue de cocina fue
            quien le sirvió la comida a Santos Luzardo. Apenas probó unos bocados de los feos guisos de Casilda, y como no podía
            permanecer dentro de aquella casa, donde, a los tristes reflejos de la lámpara, las cosas que antes brillaban limpias
            tenían ya una pátina de polvo y estaban cubiertas de moscas, se salió al corredor.
               La sabana reposaba, fosca, bajo la noche encapotada. Ni el cuatro, ni la copla, ni el paisaje. Los peones, silenciosos,

            pensaban en el compañero taciturno asesinado en el chaparral de El Totumo; en el hombre «encuevado», con quien, sin
            embargo, siempre se podía contar, pues a nadie dejaba nunca en un apuro, así arriesgase la vida; en el hombre bueno
            que tuvo que hacerse justicia por sí mismo y ni aun después de muerto se le hacía.
               Piensan también en el amo, despojado de aquel dinero que iba a invertir en la obra en la cual fundaba tantas
            esperanzas y que ha regresado convertido en otro hombre fiero y sombrío.
               Óyese, a distancia, el áspero grito de los alcaravanes que dan las horas, y Venancio rompe el silencio.
               –Lejos deben de ir ya Pajarote y María Nieves, con su arrebiato.
               Y otro, refiriéndose a las vías de hecho por donde ahora se ha lanzado el amo:

               –Así es como hay que hacer las cosas en esta tierra, porque a conforme es el mal, así tiene que ser el remedio. En el
            Llano, el hombre debe saber hacer todo lo que hace el hombre. Que se deje el doctor, de una vez por todas, de estar
            pensando en cercas y en cosas que se hacen en otros países de llanos, y haga lo que todo el mundo ha hecho siempre por
            aquí: cachilapiar, desde mamantón para arriba, todo el ganado sin hierro que le pise su posesión.
               –Y meterse en las ajenas –agrega un tercero– y arrear de allá para acá cuanto bicho de casco y pezuña se encuentre

            por delante. Asina están haciendo con lo de él, y lo que es igual no es trampa.
               –Pues yo no soy del parecer de ustedes –interviene Antonio Sandoval–. Yo estoy por lo que me hizo comprender el
            doctor. La cerca en todas partes, y cada cual criando lo suyo dentro de lo suyo.
               Como oyese estas palabras, Santos experimentó una impresión semejante a la que acababan de producirle los
            melancólicos reflejos de la lámpara sobre las cosas abandonadas por Marisela. Aquella convicción de Antonio era obra
            de un hombre que ya no existía: aquel que llegó de la ciudad acariciando proyectos civilizadores, respetuoso de los

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