Page 132 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI I. .   E El l   i in ne ef fa ab bl le e   h ha al ll la az zg go o                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

            procedimientos legales, aunque éstos sustentasen sanciones como aquellas con las cuales doña Bárbara venía
            arrebatándole su propiedad; enemigo de las represalias –cuyas insinuaciones rechazaba su conciencia vigilante, con un
            sagrado horror de la catástrofe espiritual a que pudieran inducirlo, poniendo en libertad al impulsivo que alentaba en él–

            aun a riesgo de convertirse en víctima de la violencia enseñoreada de aquella tierra.
               Este que ahora escuchaba la conversación de sus peones, pensaba y sentía como aquel que acababa de decir: «el
            hombre debe saber hacer todo lo que hace el hombre».
               Ya él había demostrado que sabía hacerlo: la casa de Macanillal ya no existía, y los Mondragones iban a rendir
            cuenta de sus crímenes ante la justicia, por obra de su mano armada. Al día siguiente le tocaría a míster Danger. Puesto
            que era la hora del hombre y no todavía la de los principios, ya que para la arbitrariedad y la violencia el desierto no
            oponía límites a la acción individual, el hombre se impondría. Un golpe aquí, otro allá, en seguida una afirmación de

            fuerza en cada oportunidad que se le deparara, y el ancho feudo sería suyo para la futura obra civilizadora. Era el
            comienzo del buen cacicazgo. La hora del hombre bien aprovechada.

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               Fueron tres los días que Santos estuvo ausente del hato, y mientras tanto, Marisela alimentó la secreta esperanza de
            verlo ir en busca suya en cuanto regresara a Altamira y no la encontrase allí. Empecinada en el sombrío despecho que la
            había impulsado a retornar al rancho del palmar, no quería confesarse que abrigaba tal esperanza, pero no se apersonaba
            tampoco de la nueva situación. Apenas atendía a los menesteres del momento, como si estuviera allí de paso, y el resto

            del día se le iba sentada en el brocal del pozo o vagando por el palmar, mirando siempre hacia donde podía aparecer
            gente que viniese de Altamira.
               A ratos disipábase la negra melancolía y soltaba la risa al pensar en el enojo de Santos cuando no la encontrara en su
            casa, pareciéndole entonces que no había querido hacer sino una chiquillada para cobrarle aquel áspero regaño que dio
            en pago del amoroso empeño que ella había puesto en librarlo de los maleficios de la madre; pero en llegando a este

            punto de su soliloquio, las odiosas imágenes de aquella escena volvían a abatirle y ensombrecerle el ánimo.
               Finalmente, supo que Santos había llegado, y transcurrieron dos días, y se extinguió totalmente aquella lucecita de
            esperanza que a ratos parpadeaba en su corazón.
               –Bien sabía yo que él no vendría a buscarme, ni se ocuparía más de mí –se dijo–. Ahora sí es verdad que aquello no
            fue sino un sueño.
               En cambio, míster Danger caía a cada rato por allí. Menos audaz que antes, contenido por la actitud seria y digna
            que ella observaba en su presencia, ya no era osado a ponerle encima sus manazas; pero estrechaba cada vez más el
            asedio de la presa que había vuelto a ponerse al alcance de sus garras, más codiciable ahora, y alternaba las habituales

            bromas de su perenne buen humor con altaneras actitudes de comprador que ha pagado.
               Por momentos, el despecho inducía a Marisela a complacerse en pensar que su destino sería caer, tarde o temprano,
            entre los brazos de aquel hombre; pero en seguida la repugnante perspectiva la impulsaba a buscarle remedios eficaces
            y rápidos a la situación.
               Un día vio a Juan Primito, que merodeaba por allí sin atreverse a llegarse hasta el rancho, temeroso de que ella no le

            hubiese perdonado la injerencia que tuvo en lo de la medida de la estatura de Luzardo. Lo llamó y le dio este encargo:
               –Dile a... Bueno. Tú sabes a quién me refiero: a la señora, como tú la llamas. Dile que le mando a decir yo que aquí
            estamos otra vez en el palmar, pero que quiero irme de por todo esto. Que me mande dinero; pero no una miseria de
            cuatro centavos, porque no es una limosna lo que le pido, sino dinero suficiente para irme a San Fernando con papá.
            ¿Cómo le vas a decir? Repite lo que te he dicho. Bien. Así mismo se lo dices; de lo contrario, no se te ocurra volver por
            acá.

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