Page 133 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI I. .   E El l   i in ne ef fa ab bl le e   h ha al ll la az zg go o                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Juan Primito se fue repitiendo el recado, para que no se le olvidara una sola de las palabras de la niña Marisela, y así
            se lo dio a doña Bárbara. En el primer momento, ésta pensó dar la callada por respuesta o contestar con una violencia;
            pero recapacitándolo mejor, comprendió que le convenía que Marisela se marchase a San Fernando, y cogiendo de su

            armario un puñado de monedas de oro, de las que acababa de recibir en pago de un lote de ganado, se las entregó a Juan
            Primito.
               –Toma. Llévale esto. Que ahí van trescientos pesos. Que se vaya de por todo esto con su padre y que haga todo lo
            posible para que yo no vuelva a saber de ella.
               Ahogándose en la sofocación de la prisa con que recorrió el trayecto y de la alegría que le causaba el éxito de su
            cometido, Juan Primito sacó el pañuelo donde había envuelto las monedas, diciendo:
               –Atoca, niña Marisela. ¡Eso es oro! ¡Trescientos pesos te manda la señora! Cuéntalos a ver si están completos.

               –Ponlo en esa mesa –díjole Marisela, sintiéndose humillada por haber tenido que recurrir a aquel expediente para
            librarse de míster Danger y para renunciar a las limosnas de provisiones que Antonio seguía enviándoles de Altamira.
               –¿Es que te da asco el pañuelo, niña Marisela? Aguárdate que te las voy a entregar limpiecitas –dijo Juan Primito,
            dirigiéndose a lavar las monedas con agua del aljibe.
               –Por más que las laves, siempre me dará asco tomarlas. Déjalas ahí. No es tu pañuelo lo que me da grima.

               –No seas zoqueta, niña Marisela –replicó el bobo–. Oro es oro, y venga de donde venga, siempre está que brilla.
            ¡Son trescientos pesos! Con estos centavos puedes poner un negocio. En el paso del Bramador, del otro lado del Arauca,
            hay una pulpería que están vendiendo. Si tú quieres, yo me acerco allá en un saltito a preguntar que por cuánto te la
            venden. Es un buen negocio, niña Marisela. Todo el que viene para acá se para en esa pulpería, y por lo menos un palo
            de caña se pega. Si tú la compras, yo me voy para allá a servirte de dependiente, sin que tengas que pagarme nada.
            Déjame ir hasta allá a preguntar.
               –No. No. Déjame pensarlo primero, y por ahora, vete. Hoy no estoy de humor para conversar contigo. Coge para ti
            una de esas monedas y déjame las otras sobre la mesa.

               –¿Atocar yo una de esas monedas para mí? ¡Qué mano, niña Marisela! ¡Ave María Purísima! Déjame dirme más
            bien. ¡Ah! Se me olvidaba que te manda a decir la señora que. Nada, nada. Haz lo que te digo: compra la pulpería del
            otro lado del paso y te vas de una vez de por todo esto.
               Se fue Juan Primito, se quedaron las monedas donde él las había puesto, y se quedó Marisela pensando en lo que le
            propusiera aquél.

               –¡Pulpería! Pero ¿a qué más puedo aspirar sino a ganarme la vida detrás del mostrador de una pulpería? ¡Pulpería!
            Al fin me casaré, o me pondré a vivir con un peón, y un día pasará por allí el doctor Santos Luzardo y me pedirá que le
            venda, aguardiente no, porque él no bebe, pero cualquier otra cosa, y yo se la venderé, y él ni siquiera se fijará en que es
            Marisela, aquella Marisela, quien le despachará.
               Horas después se presentó por allí míster Danger. Bromeó un poco a propósito de aquellas monedas que todavía
            permanecían en la mesa, y cuando ya iba a retirarse, sacó del bolsillo un papel donde había algo escrito y
            presentándoselo a don Lorenzo, le dijo:

               –Firma aquí, chico. Éste es el documento del contratico que hicimos ayer.
               Lorenzo levantó a duras penas la cabeza y se quedó mirándolo desde el abismo de su borrachera, sin entender lo que
            le decía; pero míster Danger le puso la pluma entre los dedos, y llevándole la mano, lo obligó a estampar su firma al pie
            del escrito, aunque con una letra que no tenía de suya sino el temblor de la diestra por medio de la cual escribía el
            extranjero:






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