Page 138 - Doña Bárbara
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quien descargó sobre caminantes desprevenidos el golpe homicida fraguado por ella? ¿Y no era también Balbino Paiba
instrumento de sus tortuosas obras, su obra misma, cerrándole el paso hacia el buen camino?
Ramalazos de cólera azotáronle el corazón, uno tras otro, durante aquellos tres días: contra el barragán, cuyo delito
le atribuía a ella Santos Luzardo; contra el espaldero siniestro, que guardaba el secreto de los que había cometido
mandado por ella; contra las mismas víctimas de su codicia y de su crueldad que se le habían atravesado en el camino,
poniéndola en el caso de tener que suprimirlos, y contra todos los que, como si no hubiese ya bastante con las obras
cumplidas, venían ahora a proponerle represalias: Balbino, Melquíades, cada uno de sus peones, gavilla de asesinos,
cómplices y hechuras suyas, cuyas miradas fijas en ella estaban diciéndole a cada rato:
–¿Qué espera usted para mandarnos matar al doctor Luzardo? ¿No estamos aquí para eso? ¿No ha adquirido con
nosotros el compromiso de darnos sangre que derramar?
Y Juan Primito se puso en marcha, camino de Altamira, con este recado para Luzardo:
–Que esta noche, a la salida de la luna, estará esperándolo en Rincón Hondo una persona que tiene qué decirle a
propósito del crimen de El Totumo. Que si usted se atreve, vaya solo a oír lo que le dirá.
Juan Primito fue y vino con la respuesta de Luzardo:
–Dígale que está bien. Que iré solo.
Esto fue en la mañana, y hacía poco que había llamado a Melquíades para decirle:
–¿Recuerdas lo que me dijiste hace unos días?
–Todavía lo tengo presente, señora.
–Pues bien. Esta noche, a la salida de la luna, estará en Rincón Hondo el doctor Luzardo.
–Yo se lo traeré aquí, vivo o muerto.
Ya se aproxima la noche. Pronto se pondrá en camino el espaldero siniestro; pero todavía doña Bárbara no ha
logrado descubrir cuáles son los propósitos que con aquella emboscada persigue, ni con qué sentimientos espera la
aparición de la luna en el horizonte.
Hasta allí, siempre había sido para los demás la esfinge de la sabana; ahora lo es también para sí misma: sus propios
designios se le han vuelto impenetrables.
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No dejó de ocurrírsele a Santos Luzardo que sólo en una cabeza ofuscada podía haber brotado la idea de invitarlo,
de manera tan absurda, a caer en una celada; pero él también daba muestras de haber perdido la cordura al decidirse a
aprovechar aquella ocasión para demostrarle a doña Bárbara que no ganaría nada con amedrentarlo, pues si no pudo
vindicar ante la justicia subordinada a la violencia sus derechos atropellados, sí sabría defenderlos en lo sucesivo con la
fiera ley de la barbarie: la bravura armada. Y con este temerario empeño, al atardecer de aquel día se aventuró solo,
camino de Rincón Hondo, adelantándose a la hora de la cita para burlar el golpe alevoso al amparo de la noche.
Pero, en llegando a la vista del sitio, distinguió un jinete parado en la orilla del monte que bordeaba el solitario
rincón de sabana y se dijo:
–Siempre se me adelantó.
Luego descubrió que el jinete era Pajarote.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó al reunírsele, autoritariamente.
–Voy a explicarle, doctor –respondió el peón–. Esta mañana, cuando se le arrimó Juan Primito a darle el recado,
malicié que no podía ser nada bueno y me le fui detrás, dejándolo que se alejara de la vista de usted, y luego le di
alcance y poniéndole el revólver en el pecho, nada más que para asustarlo, porque sé que él se echa a morir cuando ve
un revólver, lo obligué a que me repitiera el recado que le habían dado para usted. Por él supe que usted había
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