Page 140 - Doña Bárbara
P. 140

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   V VI II II I. .   L La a   g gl lo or ri ia a   r ro oj ja a                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Con un rápido movimiento esgrimió el suyo. Sonaron disparos simultáneos, Melquíades se desplomó sobre el cuello
            de la bestia, y ésta, espantándose, lo derribó por tierra, inerte, de bruces sobre la hierba.
               Y para Santos Luzardo, la fulgurante noción fue como un macetazo en la nuca: ¡había dado muerte a un hombre!

               Pajarote se le reunió, y después de haber contemplado un rato el cuerpo yacente, murmuró:
               –Bien, doctor, ¿qué hacemos ahora con este muerto?
               Largo rato invirtieron estas palabras, claramente percibidas, en penetrar hasta la sumidad donde se había refugiado
            la conciencia de Santos Luzardo, y Pajarote be respondió a sí mismo:
               –Lo atravesamos sobre su bestia, ya lo arrebiato a la mía, y en llegando cerca de las casas de El Miedo, la suelto, la
            espanto para allá y pego un leco: ¡ahí va lo que les mandan de Rincón Hondo!
               Saliendo de pronto de su estupor, Santos Luzardo se apeó del caballo.

               –Tráete acá la bestia de este bandido. Seré yo quien le llevará su cadáver a quien lo mandó contra mí.
               Pajarote lo miró de hito en hito. El acento con que habían sido pronunciadas estas palabras hacía extraña la voz de
            Santos Luzardo, así como tampoco parecía suya la sombría expresión de fiereza que tenía pintada en la faz.
               –Haz lo que te ordeno. Tráete acá la bestia. Pajarote obedeció, pero cuando Luzardo se inclinaba para levantar del
            suelo el cadáver, se interpuso, diciendo:

               –No, doctor. Eso no le corresponde a usted. Lléveselo a doña Bárbara, si quiere hacerle ese regalo; pero quien se
            echa encima este muerto es Pajarote. Sujete usted la bestia mientras yo lo atravieso encima.
               Hecho esto, arrebiatada la bestia del Brujeador a la de Luzardo, Pajarote propuso, valiéndose de su baquianía, para
            que no se negase a que lo acompañara:
               –Por aquí mismo debe de haber una huella de ganado que lleva ligerito a las casas de El Miedo. Vamos a irnos por
            ella.
               Santos convino en que lo acompañara; pero, en llegando a la vista de la casa de doña Bárbara, díjole al peón:
               –Espérame aquí.

               Por fin y por encima de su voluntad empezaba a realizarse aquel presentimiento de una intempestiva regresión a la
            barbarie que atormentó su primera juventud. Todos los esfuerzos hechos por librarse de aquella amenaza que veía
            suspendida sobre su vida, por reprimir los impulsos de su sangre hacia las violentas ejecutorias de los Luzardos, que
            habían sido, todos, hombres fieros sin más ley que la bravura armada, y por adquirir, en cambio, la actitud propia del
            civilizado, en quien los instintos están subordinados a la disciplina de los principios, todo cuanto había sido obra ardua

            y tesonera de los mejores años de su vida desaparecía ahora arrollado por el temerario alarde de hombría que lo moviera
            a acudir a la celada de Rincón Hondo.
               No era solamente el natural escrúpulo de haber tenido que defenderse matando, el horror de la situación brutal que
            lo pusiera en el trance de cometer un acto que repugnaba con los principios más profundamente arraigados en su
            espíritu, sino el horror de haber perdido para siempre esos principios, de haber adquirido una experiencia definitiva, de
            pertenecer ya, para toda la vida, al trágico número de los hombres manchados. Lo primero, el hecho mismo, aunque en
            sus manos estuvo el evitarlo, tenía sus atenuaciones: fue un acto de legítima defensa, pues había sido Melquíades el

            primero en hacer armas; pero lo segundo, lo que no fue acto de una voluntad ni arrebato de un impulso, sino
            confabulación de unas circunstancias que sólo podían darse en el seno de la barbarie a que estaba abandonada la llanura:
            el ingreso en la fatídica cifra de los hombres que han tenido que hacerse justicia a mano armada, eso ya no podía tener
            remedios ni atenuaciones. Por el Arauca correría su nombre envuelto en la aureola roja que le daba la muerte del
            temible espaldero de doña Bárbara, y de allí en adelante toda su vida quedaba comprometida con esa gloria, porque la
            barbarie no perdona a quien intenta dominarla adaptándose a sus procedimientos. Inexorable, de sus manos hay que

            aceptarlo todo cuando se le piden sus armas.

                                                           140
   135   136   137   138   139   140   141   142   143   144   145