Page 142 - Doña Bárbara
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Rieron a dúo, como es uso de picaros celebrar picardías, y Balbino abordó su asunto, previas las características
manotadas a los bigotes:
–Los negocios no han estado del todo malos este año. Pero, usted sabe, don Guillermo, pobre es pobre y nunca le
faltan apuros de plata.
–¡Oh! No se ponga llorón, don Balbino. Usted tiene plata guardada bajo tierra. ¡Mucha plata! Míster Danger lo sabe.
Balbino hizo un movimiento involuntario y se apresuró a replicar:
–¡Ojalá! Se vive, nada más. Con negocios de a cuatro centavos, que son los que yo puedo hacer, no hay para guardar
dinero. Eso está bueno para Bárbara y para usted, que tienen tierras y cogen bastante ganado. Yo apenas he podido
recoger este año unos cuarenta cachilapos. Y ya que hablamos de esto: cómpremelos, don Guillermo. Tengo un apuro
de unos centavos y se los daría baratos.
–¿Están bien cachapeados los hierros?
Cachapear, o sea, hacer desaparecer el hierro original de una res para venderla como propia, era una de las
habilidades mayores de Balbino Paiba, y aunque entre amigos no le molestaba que se hablara de ello, esta vez no le
cayó bien la pregunta de mister Danger.
–Son míos por todo el cañón –afirmó con altivez.
–Eso es otra cosa –repuso míster Danger–. Porque si fueran luzarderos, aunque no se les viera el hierro, yo no me
metería en ese negocio.
A lo que replicó Balbino:
–¿Y ese resuello, don Guillermo? Usted siempre ha comprado ganado luzardero cachapeado sin ponerle
inconvenientes. ¿Es que también a usted le ha metido los bichos en el corral el patinquicito de Altamira?
–Yo no tengo que explicar a usted si me han metido bichos en el corral, como usted dice –protestó míster Danger
amoscado–. He dicho que no compro ganados, ni caballos, ni plumas altamireñas. Eso es todo lo que tengo que decir.
–Plumas no le estoy ofreciendo –se precipitó a observarle Balbino.
Iba míster Danger a replicar, cuando sucedió algo que llamó su atención: los perros, que estaban echados en el
corredor frente a la puerta de la pieza donde tenía lugar la entrevista, se levantaron y desaparecieron, sin gruñir y
raboteando, como si salieran al encuentro de alguien que les fuera conocido.
Balbino no reparó en esto por hallarse de espaldas a la puerta, y míster Danger, para cerciorarse de lo que pudiera
ser aquello, dijo:
–¿Otro palito, amigo Paiba?
Y tomando las copas donde ya habían bebido, con el pretexto de arrojar el resto de licor que en ellas quedaba, se
asomó al corredor y echó una rápida mirada de exploración, que le permitió descubrir que quien por allí andaba era Juan
Primito, mal tapado detrás de un árbol y rodeado de los perros amigos, como lo eran todos los de las casas de por allí.
Rápida la ocurrencia: «A éste lo han mandado a espiar a don Balbino» –y perverso el designio–: «Vamos a hacer
hablar a este vagabundo.» Sin que pasara de ganas de divertirse la intención, volvió a entrar en la sala, sirvió las copas,
apuró la suya, se sentó frente a Balbino, permaneció un rato en silencio, dándole repetidas chupetadas a su cachimba, y
luego dijo, reanudando la conversación interrumpida:
–He nombrado plumas porque el año pasado me vendió usted algunas. ¿Se recuerda?
–Sí. Pero, afortunadamente, este año no pude comprar. Ya le digo, unos cuarenta mautes es todo mi capital.
–Y dice usted bien: afortunadamente, porque después de lo de El Totumo, y mientras no se averigüe bien qué fue lo
que pasó allí, es peligroso ofrecer plumas. ¿No es verdad, don Balbino?
–¡Que si es peligroso!
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