Page 139 - Doña Bárbara
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prometido venir y estuve tentado de decirle: Déjese de eso, doctor. Pero le vi pintada en la cara la resolución y me dije:
Lo único que hay es írsele alante y tirar la parada junto con él.
–Has hecho mal en inmiscuirte en mis asuntos –repuso Santos secamente.
–No le digo lo contrario, pero tampoco me arrepiento. Porque si a usted le sobra arrojo, creo que todavía le falta
malicia. ¿Sabe si es un hombre solo el que viene a hablar con usted?
–Aunque sean varios. Retírate.
–Mire, doctor –replicó Pajarote, rascándose la cabeza–. Peón es peón y le toca obedecer cuando el amo manda; pero
permítame que se lo recuerde: el llanero no es peón sino en el trabajo. Aquí, en la hora y punto en que estamos, no
habernos un amo y un peón, sino un hombre, que es usted, y otro hombre, que quiere demostrarle que está dispuesto a
dar su vida por la suya, y que por eso no ha buscado compañeros para venir a tirar la parada con usted. Ese hombre soy
yo y de aquí no me muevo.
Conmovido por aquella ruda demostración de lealtad, Santos Luzardo se dijo que no era cierto que sólo la bravura
armada fuese la ley de la llanura y aceptó la compañía de Pajarote estrechándole en silencio la mano.
Pajarote concluyó:
–Y sírvale esto de experiencia, doctor: llanero puede ir solo a donde le dicen: «Venga acompañado»; pero la
viciversa, nunca. Y la picada alante. Ya he registrado todos estos montes. Todavía no han venido, pero no deben
demorar mucho. La entrada de ellos debe de ser por esta dirección adonde estamos mirando. Nos emboscaremos detrás
de estos saladillos, y cuando aparezcan, a conforme se presenten, así les saldremos, pero tumbando y capando, porque el
que pega primero, pega dos veces.
Se emboscaron en el sitio elegido por Pajarote y allí estuvieron largo rato vigilando el boquerón de monte por
donde debían aparecer quienes vinieran de El Miedo, silenciosos bajo el impresionante ulular de los araguatos que
acudían en manadas a sus dormideros. Cerró por completo la noche, y ya empezaba a rayar el orto lunar en el confín de
la sabana, cuando surgió en el claro la silueta del Brujeador a caballo.
–Viene solo, efectivamente, y yo estoy acompañado –murmuró Luzardo, haciendo un ademán de contrariedad.
Y Pajarote para disiparle los escrúpulos:
–Acuérdese, doctor, de lo que le acabo de decir: la picada alante, siempre. Ese hombre viene solo, si es que los
compañeros no están emboscados por ahí; pero ese es el Brujeador, a quien nunca lo mandan a conversar. Y si viene
solo, peor que peor, porque ése no anda nunca acompañado cuando lo mandan a desempeñar ciertas comisiones. Déjelo
que coja confianza y se salga al claro de sabana, para salirle nosotros. Aunque estoy por decirle que me lo deje de mi
cuenta. A ese espanto lo desvisto yo solo, con todo y la fama que tiene, porque otros más grandes me han dejado la
camisola entre las manos.
–No –protestó Luzardo–. Ese hombre viene por mí y es a mí solamente a quien debe encontrar. Quédate tú aquí.
Y se precipitó fuera de la mata a la sabana despejada.
El Brujeador avanzó, al trote sosegado de su cabalgadura, pero de pronto se detuvo. Luzardo lo imitó, y así
estuvieron un breve rato, observándose a distancia, hasta que, como aquél parecía dispuesto a no proseguir, enardecido
Santos por la expectativa, espoleó el caballo y salvó el espacio que los separaba.
Ya cerca del Brujeador, le oyó decir:
–¿Luego a mí me han mandado para que usted y su gente me maten como a un perro? Si es así, salgan de eso de una
vez.
Santos comprendió que Pajarote se había ido detrás de él a pesar de que le había ordenado permanecer oculto, y ya
volvía la cabeza para mandarlo retirarse, cuando vio brillar el revólver que el Brujeador sacaba de la cobija atravesada
sobre la montura.
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