Page 136 - Doña Bárbara
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            estuvo feo. A usted nada más se lo digo, pero es la verdad. Que hubiera mandado tirar la palizada, aunque la de
            Corozalito no le pertenece, era ya mucho; pero lo de decirle: «¿Viene usted dispuesto a impedírmelo a tiros?», eso no
            estaba hecho para la boca de un Santos Luzardo. No es nada los malos resultados que pueda traerle, porque extranjero

            siempre tiene garantías que le faltan al criollo; es lo que significan unas palabras como esas que le he mentado en boca
            del doctor. ¿No piensa usted como yo? Y luego, ya van dos veces con esta de ahora poco, que se mete a parar rodeos en
            lo de doña Bárbara sin cumplir el requisito de pedirle trabajo primero. Fueron reses de él las que se llevó; pero lo
            natural era que le hubiera pedido permiso como es costumbre que lo haga todo el que va a recoger ganado suyo en
            sabanas de otro. No es que yo le saque el caballo, porque ya se lo dije: por donde usted zumbe, cuente que yo voy detrás
            suyo. Es que cada palo debe dar sus frutos, y no es natural que un Santos Luzardo se empeñe en proceder como
            procedería doña Bárbara.

               –¿Y cree usted, Antonio, que si yo hubiera estado allá no habría sucedido eso? –interrogó Marisela, sonrojándose,
            pero sin perder aquella grave serenidad del inefable hallazgo.
               –Mire, niña Marisela –repuso Sandoval–. Uno no tendrá ilustración, pero no le falta malicia para catar ciertas cosas.
            Aparte lo que pueda haber entre usted y él que no me incumbe averiguar si existe o no, lo que si puedo decirle es que...
            ¿Cómo se lo diré?... Bueno. Se lo voy a decir a mi manera. Usted es para el doctor, mejorando lo presente, como la

            tonada para el ganado, que si no la escucha cantar, a cada rato está queriendo barajustarse. ¿Me explico?
               –Sí, comprendo –respondió Marisela, cubriéndose de rubor, complacida en la metáfora de Antonio.
               –Pues bien. Termino por donde empecé: usted está haciendo falta en Altamira.
               Marisela reflexionó un rato y luego dijo:
               –Lo siento mucho, Antonio; pero por el momento no puedo volverme a Altamira. Papá no convendría en regresar, y,
            además, tengo otro deber que cumplir. Quiero llevarme a papá para San Fernando, a ver si allá los médicos le hacen
            remedios que le quiten el vicio y que lo repongan, porque está muy aniquilado.
               –No veo que una cosa estorbe a la otra –observó Antonio.

               –Sí. Papá no quiere volver a Altamira, y yo no quiero contrariarlo. Además, ya en Altamira se hizo la prueba, y ya
            ve usted que no dio resultado. Véalo cómo está. Puede que yo haga falta allá, como usted dice, pero más falta hago aquí.
               –Eso es verdad. Su padre, primero que todo. Pero ¿con qué recursos cuenta usted para irse para San Fernando y
            hacerlo ver con los médicos? ¿Quiere que le hable de eso al doctor?
               –No. No le diga nada. Yo tengo dinero suficiente. Se lo pedí a quien tenía el deber de dármelo.

               –Bien –dijo Antonio, poniéndose de pie–. Se quedará Santos sin la tonada; pero usted tiene razón: su padre antes
            que todo. Ojalá que encuentre esos remedios que va a buscar para don Lorenzo. Pero para hacer ese viaje le harán falta
            bestias y una persona que la acompañe. Si no quiere que le hable de eso al doctor, yo por mi cuenta puedo mandarle un
            peón de confianza con dos bestias buenas para usted y su viejo. Aunque será mejor que se lo lleve en un bongo, porque
            no me parece que don Lorenzo esté en condiciones de resistir un viaje tan largo.
               –Es verdad. Está muy aniquilado.
               –Entonces deje eso de mi cuenta. De hoy a mañana debe pasar un bongo que viene de Arauca arriba. Creo que viene

            en lastre, y en él pueden irse hasta San Fernando.
               Se fue Antonio. Marisela volvió a entrar en la casa, se detuvo un rato ante el chinchorro donde dormía don Lorenzo,
            contempló con los ojos amorosos aquella faz cavada, que nunca había contemplado como ahora lo hacía, y luego
            recogió de la mesa las monedas de oro que le permitirían llevar a cabo su propósito, y al tomarlas en sus manos no
            experimentó repugnancia alguna. No había llegado a lavarlas Juan Primito, pero de la recóndita fuente de ternura recién
            hallada, también sobre aquel dinero de su madre caían linfas purificaderas.



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