Page 135 - Doña Bárbara
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–No. No volveré, pero yo lo mataré. . No ha sido un juego... No ha sido un juego... A ver... Dame... ¡Dame acá esa
botella!
–No. Ya me has ofrecido que no beberás más. Acuéstate. Duérmete Ha sido un juego. .
Y pasándole la mano por la frente, cubierta de un sudor pegajoso, y acariciándole suavemente los cabellos, mientras
le mecía la hamaca, estuvo sentada en el suelo junto a él hasta que lo vio profundamente dormido. Luego le secó la
saliva espumosa que le manaba de la boca, lo besó en la frente, y al hacer esto, sintió que una nueva transformación se
había operado en su alma.
Ya no era la muchacha despreocupada y ávida de felicidad que en Altamira había podido vivir con la risa en el
rostro y una copla en los labios a toda hora, indiferente ante el espectáculo de aquella repugnante y dolorosa miseria
física y moral, ajena a las tormentas de aquel espíritu, porque ante el suyo se abría un mundo luminoso, poblado de
formas risueñas, resplandeciente hasta deslumbrarla. Este mundo, que era su propio corazón ilusionado, fue Santos
quien se lo mostró, y sólo él lo llenaba. Él le quitó con sus manos la mugre del rostro, con sus palabras le reveló la
propia belleza ignorada, con sus lecciones y consejos la desbastó de la rustiquez, y la hizo adquirir buenos modales, y
hábitos y gustos de un espíritu fino; pero en el fondo de esta gruta resplandeciente que era su corazón dichoso, se había
quedado en tinieblas un pequeño rincón: la fuente de la ternura, y se había quedado en tinieblas porque sólo el dolor
podía revelárselo.
Ya le había sido dado conocerlo, y de allí surgía ahora una nueva Marisela, deslumbrada por el hallazgo de sí
misma, con la divina luz de la bondad en el rostro y con la suavidad de la ternura en las manos que habían acariciado,
por primera vez con verdadero amor filial, la frente atormentada del padre.
Ya don Lorenzo se había sumergido en sus miserias en el sueño apaciguador que le provocaron las caricias de la
hija, y aún ella seguía pasándole la mano por los cabellos, mientras sus ojos se posaban distraídos sobre las monedas de
oro que brillaban en el ángulo de la mesa, donde las colocó Juan Primita, cuando apareció en el umbral de la puerta
Antonio Sandoval.
Marisela le recomendó silencio poniéndose el índice sobre los labios, cuidadosa del plácido sueño de su padre, y
luego se levantó del suelo y salió a recibirlo afuera, donde la conversación no turbara aquel reposo. Trascendía de la
expresión de su rostro y de la calma de sus movimientos el cambio espiritual y profundo, en cierta gravedad que llamó
la atención de Antonio:
–¿Qué tiene usted hoy, niña Marisela? Le noto algo raro en la cara.
–Si usted supiera, Antonio; yo también me siento de una manera distinta.
–Como no vaya a haber cogido la fiebre del tremedal...
–No. Es otra cosa. Que por cierto también la tiene el tremedal. ¡Una paz! Una tranquilidad sabrosa. Me siento
tranquila hasta el fondo, como debe sentirse el tremedal cuando se pone a reflejar el palmar, y el cielo con sus nubes, y
las garzas que estén paradas en la orilla.
–Niña Marisela –dijo Antonio, más extrañado todavía–. Déjeme que se lo diga como lo siento: yo nunca la había
oído expresarse de esa manera. Y me gusta hallarla en ese tono porque ahora sí me atrevo más a decirle lo que me trae
hoy a casa de usted. Usted está haciendo falta en Altamira, niña Marisela. El doctor se ha echado por un camino que no
es el de él y que no lleva a buen fin. Antes, usted lo sabe, se pasaba de amigo de respetar los derechos ajenos, aunque
fueran mal habidos, y quería que todo se hiciera por las vías legales, y ahora, por el contrario, no hay arbitrariedad que
no lo provoque hacerla. Eso me tiene preocupado, porque la sangre es una cosa seria cuando dice a dar lo suyo, y me
dolería verlo terminar como terminaron todos los Luzardos. Yo no digo que no haga respetar sus derechos, pero
tampoco hay necesidad de andar atropellando con todo. Todas las cosas de este mundo tienen su más y su menos, y al
doctor le ha dado ahora por el más. Eso con don Guillermo, con todo y ser don Guillermo una mala ficha, francamente
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