Page 146 - Doña Bárbara
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Una vez más parecía como si su instinto la hubiera guiado certeramente, pues, a pesar de la manera absurda con que
fue urdido el plan de Rincón Hondo, había resultado lo que más conviniera a sus designios. No porque aquella solución
fuese, en realidad, la que ella hubiese perseguido, pues en éste, como en casi todos sus planes, no hubo sino
simplemente provocación impulsiva de un resultado cualquiera, golpe a salga lo que saliere, para ponerle término a una
situación complicada. Pero, como siempre le acontecía, en presencia del resultado fortuito se engañaba a sí misma
diciéndose que así lo había previsto, que eso era lo que buscaba.
Por una parte, presa de sentimientos contradictorios respecto a Luzardo: pasión amorosa y deseos de venganza, y
por otra, rabioso despecho ante la fatalidad de las obras cumplidas que por dondequiera le salían al paso, cerrándole el
camino, urdió la celada de Rincón Hondo sólo por provocar los acontecimientos fortuitos: muerte de Luzardo o del
Brujeador, soluciones, ambas, de las cuales dependía su suerte.
Cierto era que ahora tenía en sus manos la de Santos Luzardo, pues con acusarlo de haber dado muerte a Melquíades
y con poner en juego un poco de su ascendiente entre jueces y autoridades de la región, bastábale para arruinarlo y
llevarlo a un presidio; pero esto sería la renuncia definitiva al buen camino, la vuelta a las obras cumplidas, de cuya
fatalidad quería librarse.
Ya había comenzado a entregarlas: los Mondragones, abandonados a su suerte; Melquíades, atravesado sobre aquel
caballo...
El alboroto de la peonada interrumpió sus cavilaciones. Del plan de los caneyes venia uno de los vaqueros a darle la
noticia.
Al volverse vio a Juan Primito, que había presenciado todo aquello desde el corredor, horrorizado, haciéndose
cruces, y con una súbita ocurrencia le dijo:
–Tú no has visto nada. ¿Sabes? Vete de aquí inmediatamente y cuidado como se te ocurra hablar de lo que has visto.
A grandes zancadas el bobo se perdió en la obscuridad de la sabana, y doña Bárbara, como si ignorase el
acontecimiento y con la habitual impasibilidad con que sabía ocultar sus impresiones, oyó lo que le refirió el vaquero y
luego se dirigió al caney.
Despertados por las voces del peón que había visto llegar el caballo con el Brujeador muerto encima, los demás
vaqueros, las mujeres de la cocina y los muchachos de unos y otras, éstos medio adormilados todavía, formaban rueda
en torno a la bestia, haciendo comentarios y profiriendo exclamaciones; pero al reunírseles doña Bárbara, enmudecieron
y se quedaron mirándola, pendientes del mínimo gesto de su rostro enigmático.
Se acercó al cadáver, y después de haber visto que tenía una herida en la sien izquierda, de la cual manaba un hilo de
sangre negra y espesa, dijo:
–Apéenlo y pónganlo en el suelo para ver si tiene otras heridas.
Así se hizo; pero mientras uno de los peones registraba el cadáver, ella parecía atender, más que a la operación, al
designio que le ensombrecía la faz.
–La de la sien solamente –dijo, por fin, el peón enderezándose–. Una herida muy noble que seguramente lo mató en
seco.
Y otro comentó:
–Buen ojo tiene el que lo tiró, pero se conoce que no estaba cara a cara con él. Seguramente lo estaba cazando detrás
de algún palo.
–O bien al lado suyo –repuso doña Bárbara, volviéndose a mirar al peón que había formulado el comentario.
–También sirve –murmuró el vaquero, aceptando aquella interpretación que le imponía quien no necesitaba haber
presenciado las cosas para saber cómo habían sucedido.
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