Page 150 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI II I. .   L Lo os s   p pu un nt to os s   s so ob br re e   l la as s   h ha ac ch he es s                                   R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s
            viniendo de Marisela, la tranquilizadora persuasión de aquellas palabras había brotado de la confianza que ella tenía en
            él, y esta confianza era algo suyo, lo mejor de sí mismo, puesto en otro corazón.
               Aceptó el don de paz y dio, en cambio, una palabra de amor.

               Y aquella noche, también para Marisela bajó la luz al fondo de la caverna.

                                              X XI II I. .   L LO OS S   P PU UN NT TO OS S   S SO OB BR RE E   L LA AS S   H HA AC CH HE ES S

               Estaban cortando sogas en el patio de los caneyes, ya al caer de la tarde, cuando Pajarote, después de haber dirigido
            una mirada a la sabana, dijo:
               –Yo no sé cómo puede haber cristianos que les guste vivir entre cerros o en pueblos de casas tapadas. El Llano es la
            tierra de Dios para el hombre de los demonios.
               Interrumpieron los demás el trabajo que hacían sus cuchillos en el cuero crudo y pestilente de donde sacaban tiras, y

            se quedaron mirando interrogativamente al vaquero de las graciosas ocurrencias. Éste concluyó:
               –Pero si está clarito, como jagüey de medanal. En el llano se aguaita desde lejos y se sabe lo que viene antes de que
            llegue, tan y mientras que en las tierras de cerrajones va uno siempre encunado entre las vueltas del camino, que son
            como puntas de cachos, y si es en las casas tapadas, está el cristiano como los ciegos, que preguntan quién es después
            que los han tropezado.
               Con una misma suspicacia todos dirigieron simultáneamente las miradas hacia la sabana y divisaron un jinete que
            traía rumbo a las casas.

               Enterados del suceso de Rincón Hondo, los peones de Altamira habían estado esperando por momentos ver aparecer
            en el horizonte la comisión que viniera a practicar el arresto del doctor Luzardo, y aunque no era presumible que a ello
            viniese un hombre solo, la aparición de gente forastera tenía que inspirarles recelos.
               En cambio, Pajarote daba muestras de una despreocupación absoluta, entregado de nuevo a su trabajo y riéndose
            para sus adentros del esfuerzo que les estaba costando a los compañeros distinguir quién era la persona que se acercaba.

            Desde que apareció en el horizonte aquel jinete lo había estado observando de cuando en cuando, sin que los demás se
            dieran cuenta, dispuesto a marcharse al escondite del monte tupido en cuanto descubriese indicios de que fuera gente
            sospechosa; pero ya sus ojos, acostumbrados a las largas distancias de la sabana, habían reconocido en aquel forastero a
            un peón amigo, de uno de los hatos del Arauca arriba, que días antes había pasado por allí hacia el pueblo cabecera del
            distrito.
               –Es el mocho Encarnación –dijeron por fin aquéllos.
               Y Pajarote, con su hablar a gritos:
               –A buena hora lo descubren. Buenos para vigías están ustedes. Y eso que mi vale María Nieves se las echa de

            anteojo de larga vista.
               –Los milagros que hace San Miedo –replica María Nieves–. Hasta los ciegos ven cuando deben alguna y están
            esperando que vengan a cobrársela.
               –Tápate esa punta, zambo Pajarote. Mira que el catire te está tirando al bulto –díjole Venancio, excitándolo a la
            réplica, como solía hacerlo para divertirse con las sátiras con que ellos acostumbraban zaherirse.

               Pero Pajarote no necesitaba que lo animaran:
               –De que es milagroso San Miedo, eso nadie lo duda; pero que este zambo sea tan cegato, eso todavía está por verse.
            Por lo menos a mí no me ha pasado lo que le sucedió a un amigo mío, cabrestero y catire, por más señas, que por
            encender un tabaco, una noche, lo cogieron encandilado como al cachicamo. No, no, por falta de miedo, porque llevaba
            bastante el catire, según él mismo me lo ha contado, sino porque le faltó la malicia del zambo Pajarote, que cuando



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