Page 152 - Doña Bárbara
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D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI II II I. .   L La a   h hi ij ja a   d de e   l lo os s   r rí ío os s                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

               Terminaba Mujiquita anunciándole que ya doña Bárbara, deseosa de hacerlo todo ella misma, había seguido viaje
            para San Fernando a entregar las plumas al comerciante a quien se las llevara Carmelito, y felicitándolo por la solución
            que había tenido el asunto, tan peliagudo días antes. La posdata era de puño y letra de Ño Pernalete:

               «¿No se lo dije, doctor Luzardo? Ya están los puntos sobre las haches. Sus plumas están en buenas manos: en las de
            su amiga de usted, que le llevará la plata. Eso es lo que usted ha debido hacer desde un principio. Su amigo, Pernalete.»
               La lectura de esta carta dejó a Santos sumido en perplejidades. ¡Las plumas recuperadas, Balbino matador de
            Melquíades, y todo esto hecho por doña Bárbara!
               –¡Ya ve, doctor, que no había que calentarse tanto la cabeza! –exclamó Pajarote–. Ahora que todo se ha arreglado,
            puedo decirle: mía fue la bala que mató al Brujeador, porque, como usted debe recordar, usted se le arrimó por el lado
            del lazo, y yo por el de montar, y era por este lado donde tenía la herida. En la sien izquierda ¿Se acuerda? Pues bueno,

            fui yo quien acabó con el espantajo; pero ahora el juez dice que don Balbino, y de don Balbino será el muerto.
               –Pero eso es una iniquidad, Pajarote –protestó Luzardo–. Nuestro derecho a defendernos era legítimo, puesto que
            Melquíades fue el primero en hacer armas, y yo, o tú, como ahora puedo decirlo, ya que lo reconoces, podíamos estar
            con la conciencia tranquila. Pero de ahora en adelante la injusticia cometida con Balbino nos quita el derecho a esa
            tranquilidad, si en seguida no nos presentamos ante el juez a deponer la verdad del hecho, a poner los puntos sobre las

            íes y no sobre las haches, como están puestos en esta carta.
               –Mire, doctor –repuso Pajarote, después de una pausa dubitativa–. Si usted se presenta a confesar la verdad contra
            lo que allá han sentenciado, se le pone bravo Ño Pernalete, y es capaz de mandarlo a condenar para que otro día no sea
            tan inocente. Y últimamente, todo esto que ha sucedido, y que a usted le parece tan feo, no lo han hecho ni doña
            Bárbara, ni el juez, ni el jefe civil, sino Dios mismo, que sabe muy bien lo que hace. Fíjese en esto, doctor: nosotros nos
            pegamos al Brujeador, usted o yo –ahora no le convenía insistir en que había sido él–, porque, ¿quién puede asegurar si
            el difunto no volteó la cabeza en el momento de disparar nosotros? Pero muy bien pegado, de todos modos, y quien
            carga con la muerte es Balbino, que quién sabe cuántas debía. Dios tiene su modo de Él para arreglar sus cosas y es un

            demonio para castigar.
               A pesar de la gravedad del asunto, Santos no pudo menos que sonreír; al Dios de Pajarote, como al amigo del
            cuento de Ño Pernalete, no le producían escrúpulos los puntos sobre las haches.

                                                  X XI II II I. .   L LA A   H HI IJ JA A   D DE E   L LO OS S   R RÍ ÍO OS S

               Tiempo hacía que doña Bárbara no visitaba San Fernando.
               Como siempre, en cuanto corrió la noticia de su llegada, pusiéronse en movimiento los abogados, vislumbrando ya
            uno de aquellos litigios largos y laboriosos que entablaba contra sus vecinos la famosa acaparadora del cajón del

            Arauca, y en los cuales, si los picaros hacían su cosecha –pues para quedarse ella con las tierras ajenas tenía que dejar,
            en cambio, entre costas y honorarios, sus buenas morocotas en manos de jueces y defensores de la parte contraria o en
            los bolsillos de los prohombres políticos que le hubieran prestado su influencia–, también los profesionales honrados
            salían ganando mucho con el acopio de jurisprudencia y el ejercicio de sutilezas que se requerían para defender, contra
            las argucias y bribonadas de aquéllos, los derechos evidentes de las víctimas. Pero esta vez se quedaron chasqueados los

            rábulas: doña Bárbara no venía a entablar querellas, sino, por el contrario, a llevar a cabo reparaciones insólitas.
               Mas, no sólo entre la gente de leyes se alborotaron los ánimos. Ya, al saberse que estaba en la población, habían
            comenzado a rebullir los comentarios de siempre y a ser contadas, una vez más, las mil historias de sus amores y
            crímenes, muchas de ellas pura invención de la fantasía popular, a través de cuyas ponderaciones la mujerona adquiría
            caracteres de heroína sombría, pero al mismo tiempo fascinadora, como si la fiereza bajo la cual se la representaban,
            más que odio y repulsa, tradujera una íntima devoción de sus paisanos. Habitante de una región lejana y perdida en el

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