Page 148 - Doña Bárbara
P. 148

D Do oñ ña a   B Bá ár rb ba ar ra a: :: :   X XI I. .   L Lu uz z   e en n   l la a   c ca av ve er rn na a                              R Ró óm mu ul lo o   G Ga al ll le eg go os s

            acababan de hacer crisis en el abatimiento que ahora le traía silencioso y sombrío, la idea de las privaciones y peligros a
            que pudiera estar expuesta aquella muchacha que, sin embargo, había llegado a ser la ocupación dominante de su
            pensamiento durante varios meses.

               Reconoció que había hecho mal en abandonarla a su suerte, y encontrando alivio a sus tormentos al darle de nuevo
            cabida en su pecho a los bondadosos sentimientos, torció el camino hacia el palmar.
               Momentos después se detenía en el umbral de la puerta del rancho, ante el doloroso cuadro iluminado por la luz ya
            agonizante de un candil: hundido en su chinchorro, desencajado y con el sello de la muerte en el rostro, yacía Lorenzo
            Barquero, y junto a él, Marisela, sentada en el suelo, acariciándole la frente, fijos en él los hermosos ojos, fuentes de un
            llanto silencioso que le bañaba la faz.
               Acariciándolo así lo había ayudado a bien morir, con tierno sostén de amor, y aunque hacía rato que la frente había

            dejado de sentir el suave contacto de la mano, todavía ésta prodigaba la filial caricia.
               Más que lo doloroso, la dramática vida que acababa de extinguirse, la miseria del cuadro, y el llanto de la faz
            atribulada, lo que tocó el corazón de Luzardo fue lo que allí había de tierno: la mano acariciadora, la expresión de amor
            que tenían los ojos bañados en lágrimas, la ternura para la cual creyera incapacitada a Marisela.
               –¡Se me murió papá! –exclamó, con un acento desgarrador, al ver a Santos, y cubriéndose el rostro con las manos,

            se echó de bruces en el suelo.
               Después de haberse cerciorado de que realmente Lorenzo estaba muerto. Santos levantó a Marisela para hacerla
            sentarse en una silla; pero ella se le arrojó sobre el pecho, gimiendo y llorando.
               Largo rato permanecieron en silencio, y luego Marisela, desatada la locuacidad del dolor, comenzó a explicar:
               –Yo pensaba llevármelo mañana mismo para San Fernando para que lo vieran los médicos. Yo creía que pudiera
            curarse y quería llevármelo. Se lo dije a Antonio, que estuvo esta tarde por aquí, y él me ofreció contratarme un bongo
            que venía de arriba. Acababa de irse Antonio, y yo había entrado a darle una vuelta a papá, antes de ir a prepararle la
            comida, porque desde esta mañana estaba muy hundido y me daba miedo dejarlo solo mucho tiempo, cuando de pronto

            hizo un esfuerzo para sentarse en el chinchorro y se me quedó viendo con los ojos pelados, y gritó:
               «–¡El tremedal! ¡Me traga! ¡Sosténme, no me dejes hundir!»
               –Fue un grito espantoso, que me parece estar oyéndolo todavía, y empezó a morirse, diciendo a cada rato: «¡Me
            hundo! ¡Me hundo! ¡Me hundo!» Y me apretaba la mano con una angustia horrible.
               –Era su tema –comentó Pajarote–. Que se lo tragaría el tremedal.

               Santos permaneció en silencio, haciéndose reproches por el injustificable abandono en que había dejado a Lorenzo y
            a Marisela, y ésta reanudó el nervioso charloteo, repitiendo:
               –Yo pensaba llevármelo mañana mismo para San Fernando. Antonio me había ofrecido conseguirnos puesto en un
            bongo que iba para allá.
               Pero Santos la interrumpió, atrayéndola sobre su pecho, paternalmente:
               –Basta. No hables más.
               –Pero si he estado toda la noche sufriendo callada, íngrima y sola toda la noche viéndolo hundirse y hundirse y

            hundirse... Porque era como si verdaderamente se estuviera hundiendo en el tremedal. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible
            es la muerte! Y yo, íngrima y sola, ayudándolo a bien morir. Y ahora, ¡íngrima y sola para toda la vida! ¿Qué me hago
            yo ahora, Dios mío?
               –Ahora nos volvemos a Altamira, y luego se verá qué se hace. No has quedado tan completamente desamparada
            como crees. Anda, Pajarote. Ándate a buscar la gente necesaria y una bestia aperada para Marisela. Y tú, acuéstate un
            rato a descansar y procura dormirte.




                                                           148
   143   144   145   146   147   148   149   150   151   152   153