Page 153 - Doña Bárbara
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fondo de vastas soledades, y sólo dejándose ver de tiempo en tiempo y para ejercicio del mal, era casi un personaje de
leyenda que excitaba la imaginación de la ciudad.
Dada esta ya favorable disposición de ánimos, la noticia de que había venido a entregar personalmente lo que su
amante le robó a su enemigo, y que representaba una suma considerable, y el rumor de que intentaba devolver a
Luzardo las tierras arrebatadas a Altamira, tenía que conmover la población. Espíritus impresionables y propensos a las
sugestiones de lo extraordinario, como lo son los de la imaginativa gente llanera, inmediatamente comenzaron a
buscarle atenuaciones a las truculentas anécdotas que la pintaban como un ser siniestro y odioso.
E inventando cada cual lo que se le antojara, pero contra la corriente de las antiguas versiones, empezaron a circular
por la población novísimos episodios de la vida de doña Bárbara, edificantes casi todos. No se habló de otra cosa
durante toda la tarde: las mujeres, allá en sus casas, en animados conciliábulos de vecindario; los hombres, en los
corrillos que se formaban en torno a las mesas de los botiquines, y en las noches, la calle del hotel donde ella se había
alojado estuvo muy concurrida.
Era el hotel una casa de corredor hacia la calle, situada frente a una de las plazas de la población. Doña Bárbara
reposaba en una mecedora, al fresco de la brisa que soplaba del río, distante de allí un centenar de metros, sola,
reclinada la cabeza en el respaldo del asiento, en una actitud lánguida y con una expresión de absoluta indiferencia por
todo lo que la rodeaba.
Y lo que la rodeaba era la curiosidad de la ciudad. En la acera de enfrente, hombres del pueblo se habían detenido a
contemplarla, y ya, era numeroso el grupo mudo y extático, y bajo los corredores del hotel y casas de comercio vecinas,
que se prolongaban hasta la orilla del Apure, pasaban a cada rato grupos de señoritas y de señoras jóvenes que habían
salido de sus casas sólo para verla. Las primeras, al poner sobre ella sus ojos honestos, se ruborizaban, azoradas por el
temor de que los hombres que estaban por allí cerca las sorprendiesen satisfaciendo la maliciosa curiosidad; las
segundas la examinaban a sus anchas y se cambiaban sus impresiones entre sonrisas malévolas.
Vestía una bata blanca, adornada con encajes, que dejaba al descubierto sus hombros y brazos bien torneados, y
como nunca la habían visto con un aspecto tan femenino, hasta las más intransigentes concedían:
–Todavía da el gatazo.
En cambio, las más espontáneas exclamaban:
–¡Es estupenda! ¡Qué ojos tiene!
Y si alguna comentaba:
–Dicen que está perdidamente enamorada del doctor Luzardo.
No pasaba de amargura de honestidad desilusionada esto que otra agregara:
–Y se casará con él. Esas mujeres logran todo lo que se proponen, porque los hombres son todos idiotas.
Al fin se cansaron de admirar y de murmurar, y la calle se fue quedando sola.
La luna brillaba débilmente sobre las copas de los árboles de la plaza, lavadas por un aguacero reciente, y se
reflejaba en las charcas que se habían formado en las calles. A intervalos, un soplo de brisa agitaba las ramas y
refrescaba la atmósfera. Ya los transeúntes se habían recogido a sus casas, y los vecinos que tomaban el fresco fuera de
las suyas, obstruyendo las aceras, en mecedoras y sillas de extensión, empezaban a despedirse de un grupo al otro con
lentas voces y lánguidas entonaciones:
–Hasta mañana, pues. ¡A dormir, que ya esto se acabó!
Y en el silencio que se iba extendiendo por la población, aquellas palabras sencillas, aquella lánguida invitación al
sueño, tenían la mansa gravedad del drama de los pueblos tristes, donde es algo solemne el hecho de recogerse a la
cama, al cabo de un día sin obras, que era sólo un día menos en la esperanza, pero murmurando siempre:
–Mañana será otro día.
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